—[Doscifras] años llevamos ya.
—¡Vaya! Eso son muchos años. ¿Qué se siente al ser pareja de alguien durante tanto tiempo?
—Es difícil responder a eso…
Mi mente barrunta.
Hay cosas tan buenas que no las puedo contar y cosas tan malas que no las puedo contar. Otras son demasiado largas como para que al final quede claro por qué se habían contado. Las cortas, a veces son detalles monos, pero quizá sonrojantes y muy pequeños vistos de uno en uno… otras historias requieren consentimiento. Y luego, ¿qué es relevante?¿qué parte de mi experiencia es solo mía y qué parte le ocurre también a otras personas? Estas disquisiciones no suelen ser bienvenidas en una conversación cordial.
—… supongo que es diferente para cada relación. Y lo bonito es que cada relación es distinta. Quizá hay una cosa en la que otras parejas me dan la razón. Es el fenómeno al que yo llamo el tercer brazo.
El tercer brazo
No sé si te has fijado en que cuando no conoces a alguien le tratas con una cierta deferencia: los buenos modales de toda la vida. Imagínate, por ejemplo, un grupo de gente a la mesa:
—Fulanite, ¿me pasas las sal, por favor?
—Claro, toma.
—Menganite, ¿te importa acercarme el agua?
—Aquí va.
Sin embargo, en cuanto hay una pareja que lleva un cierto tiempo de relación, ya no se hace ese esfuerzo verbal. Simplemente, con un levísimo gesto del codo y una mirada hacia el objeto deseado, se pasan la sal, o el agua, o lo que sea, sin mediar palabra.
A esto yo lo llamo el tercer brazo. Tratas el brazo de la otra persona no como ajeno, sino como propio. Por un raro revés del destino no está unido del todo a tu sistema nervioso, pero es una sensación parecida.
Según vas pasando tiempo al lado de una persona, los límites de las personalidades, los cuerpos, los gustos… se van difuminando, igual que las distinciones entre brazo uno, brazo dos, brazo tres y brazo cuatro. Esto puede tener consecuencias estupendas y terribles.
Uno de los peligros que conlleva es que nuestra cultura incentiva tratarte peor a ti mismo que a los demás. En distintos grados: cortesía, abnegación, sacrificio; llámalo como quieras, pero la sensación está ahí. Hacemos por otras personas cosas que no haríamos por nuestra propia persona. Nos hacemos hacer cosas que no consentiríamos a otros que se hicieran, o que nos hicieran.
He aquí la cuestión. Cuando te acercas tanto a alguien que pareciera que te fundes con esa persona, que dejas de considerarla un ente externo, empiezas a tratarla como a ti mismo. Pierdes la cortesía de pedir las cosas. Exiges sacrificios como los que «la sociedad» te exige a ti (quizá interiorizados ya como tu propia personalidad). Simplemente lanzas un pensamiento en esa dirección:
…sal…
…agua…
…sexo…
…comida…
…huir…
…mimos…
…protestar…
…silencio…
…dormir…
Y esperas que el tercer brazo te lo dé.
Pueden pasar dos cosas.
Si no obedece —¡tu propio tercer brazo no obedece una orden mental directa! ¿qué está ocurriendo aquí?— te enfadas.
Así se quedan muchísimas cosas sin hablar y sin negociar, porque no ha sido un proceso mental completamente consciente. Si te has planteado este tema antes, al mismo tiempo sabes que no deberías enfadarte por no conseguir algo que ni siquiera has pedido. Así que ¡premio! Te has enfadado con dos personas por el precio de una. Por otra parte se ha perdido una oportunidad de crecimiento. No ha habido negociación, no ha habido intercambio. No te has parado a pensar cuáles son las necesidades y prioridades de la otra persona, ni cómo se relacionan con las tuyas propias.
Si tu tercer brazo obedece… ¡magia, sintonía! Esta es la parte bonita. Cuatro brazos guiados por dos cerebros, haciendo cosas. Puede molar bastante. Esta es la anécdota que es bonito contar.
Pero aquí va mi advertencia. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad; un pequeño poder conlleva una pequeña responsabilidad. Quizá no agradeces a tu tercer brazo las cosas que hace por ti, del mismo modo que no se lo agradeces a tu brazo uno y a tu brazo dos.
Cuando nos acostumbramos a separarnos un poco de nuestro cuerpo y a apreciar las cosas que hace, podemos usar ese mismo camino para «separarnos» un poco de nuestra pareja y agradecer todas esas cosas que, con el tiempo, hemos acabado dando por sentadas.
Recuerda: todos tus brazos merecen que les pidan las cosas por favor y gracias, y todos tienen derecho a decir que no.
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Especialmente dedicado a mis mecenas:
Marta, Stéphanie, Daniel y David.
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