Un relato 100% real. Por Halloween y All Hallows Read y Todos los santos.
Puesto que el relato anterior dio miedo, esta vez aviso.
Quién sabe, quizá este os dé risa.
—A mi abuela, Mariana Casanova. Y a Marta Serrano. Felices 33, Marta.
—*—
Cartagena, septiembre de 2008. Llevaba ya un año y medio luchando contra viento y marea para que esto saliera adelante. Había pensado que sería capaz de construir el trabajo de mis sueños si me ponía a ello. Pero como dicen por ahí, cuando haces tus sueños realidad ya no son tus sueños, son otra cosa. La empresa era mía y mi mejor amiga, María, trabajaba conmigo. Pero las cosas no iban del todo bien ni del todo mal. En resumen, perdía dinero, no veía cómo iba a mejorar la cosa, y estaba agotada.
Mi pareja no tenía esos problemas. Su trabajo sí es mejor de lo que soñó, y en cierta medida me sienta mal porque parece que todo lo que le pasa le llega regalado, aunque sé que no es cierto y que él tampoco para de trabajar. Lo llamamos la vida pirata, porque
La vida pirata es la vida mejor,
Sin trabajar (sin trabajar),
Sin estudiar (sin estudiar),
Con… la botella de ron (con la botella de ron).
En su caso es mentira, porque aunque es profesor universitario, su puesto no es aún permanente y además le gusta tanto que se lo toma más en serio que nadie que conozca. Cada mañana mira el correo y los nuevos artículos de su tema desde el baño, antes del café. Tiendo a pensar que tiene un trabajo agradecido y descansado, a pesar de que él no se lo tome así. Es investigador y le basta decirlo y organizarse para viajar a donde quiera para trabajar con quien quiera. No vigila lo que le cuestan las cosas.
Un día, sin embargo, encontró un billete a París muy barato, para un fin de semana en el que iba a hacer unas cosas con un colaborador francés. A él no le hace falta que los billetes sean baratos, pero… pero a mí sí. Ese fin de semana todo encajaba muy bien para dejar a nuestra hija con los abuelos, y planeamos el viaje para que yo también me fuera. Yo apenas tenía dinero (propio, al menos) pero era barato de verdad y podía permitirme ese billete. Era un vuelo de Air Europa, una compañía aérea de verdad y todo, Alicante-París ida y vuelta por el precio de tres cenas para dos. Su billete, su hotel y sus dietas las pagaba su trabajo. Si yo me pagaba mi billete, podría acompañarle y pasar con él el tiempo que no estuviera trabajando, como si él estuviera en casa trabajando en fin de semana, pero en París.
Nos sentaría bien un tiempo solos, aunque él fuera a trabajar por las mañanas.
Parecía buena idea. Al fin y al cabo, seguro que podría encontrar en qué pasar el tiempo en París mientras él hacía cuentas. El plan era salir el jueves a las cuatro de la tarde y estar en París a las seis. Volveríamos el lunes por la noche, a eso de las diez de la noche, para llegar a medianoche, y yo sólo tendría que ausentarme del trabajo dos días. Me estaría tomando unas microvacaciones de cuatro días. El billete era muy, muy barato, y eso sería lo único que tendría que pagar, excepto lo que comiera y los sitios que cobraran entrada.
Me hacía falta descansar, y el plan era redondo. No soy fan de Francia ni de París en concreto, con lo que no había estado aún en París, estando cerca. En Eurodisney París sí, y aunque no te guste mucho París es vergonzoso haber estado en Eurodisney pero no en la propia ciudad.
No tenía mucho dinero, pero… ¡qué demonios! Compré el billete, y sonreí.
—*—
Tenía razones para querer descansar, y razones para seguir trabajando. Las cosas llevaban desde principio de año yendo regular. Nuestro mayor cliente había tenido problemas y estaba a punto de quebrar. Para nuestra suerte, también había decidido dejar de comprar nuestros servicios, con lo que al menos no dejaba deudas. Pero la mitad de nuestra facturación había desaparecido de un mes para otro. Buscamos más y más clientes, y finalmente apareció una farmacéutica que nos envió un trabajo largo y bien pagado, con bastante plazo.
Pienso en ello y ojalá hubiera sido una chica farmacéutica, pero no. Era una gran empresa farmacéutica que tenía que hacer un estudio clínico y tenía grandes cantidades de papeles que traducir, sin prisa pero sin pausa.
Hasta que quisieron tenerlo quince días antes de lo que habían dicho. ¿Podíamos hacerlo?
¿Podíamos?
Quizá, pero costaría.
Subimos el precio, y coló.
No debimos hacerlo. Días más tarde volvieron a reducir el plazo. Volvimos a aumentarles el precio, pero fue inútil. Lo querían de todas maneras. Costaría mucho más trabajo, pero nos vendría bien el dinero.Trabajamos a destajo, y el último día, delante del ordenador de casa, cogí una lata de té sin azúcar con una mano.
Y no pude levantarla.
Con el otro brazo me ayudé y pude beber. Pero me había quedado sin fuerza en ese brazo. Yo sabía que me dolía la espalda: bueno, sabía que me dolía todo.
Diez días después del último cambio de fecha, entregábamos puntuales. Descansé.
Al despertarme, ya apenas podía sentarme o levantar el brazo sin que me doliera muchísimo. Fui al médico y no me hizo mucho caso. Me dijo que no tenía nada roto y había mucha lista de espera para el fisioterapeuta, y que tardarían un mes al menos en atenderme. Podría darme la baja, pero no me darían casi ningún dinero y la empresa mientras no podría facturar. Me recetó analgésicos, y me dijo que volviera a casa. Volví al trabajo e intenté sentarme bien.
No sirvió de mucho. Cada vez estaba peor. Así que cambiamos los planes del verano, y donde íbamos a hacer turnos para irnos de vacaciones, cerramos los quince días que me tocaba hacer guardia.
Pasé un mes manejando el correo desde el móvil, en horizontal, porque no podía siquiera estar sentada al ordenador.
El tratamiento de la espalda me costó más de lo que nos pagó la farmacéutica.
—*—
Como siempre pasa en estos casos, fue comprar el billete y un cliente llamó para un encargo importante. Era un encargo de varios días en una ciudad pequeña, a seiscientos cincuenta kilómetros de casa y a trescientos de Madrid. Me pagarían el viaje, el alojamiento, la comida (¡por fin me tocaba a mí viajar a gastos pagados!) y mil quinientos euros, además de lo que sacara por el compañero que tendría que llevar en las mismas condiciones. Era todo un respiro.
Pero mi vuelo a París salía a las cuatro de la tarde del jueves, y yo terminaría de trabajar a la una de ese mismo día, a setecientos kilómetros de allí. No me daba tiempo a llegar, ni de broma.
Le di mil vueltas. Miré todas las posibilidades, pero no había manera. Pensé en mandar a otro, y no hacer el trabajo yo misma. Pero era difícil renunciar a ese dinero que tanta falta hacía. Ese encargo empujaba el horizonte de cierre. Hacía que faltara más para ese probable día en el que yo tendría que cerrar o decirle a mi mejor amiga que ya no podía pagar su sueldo. Creo que por aquella época yo aún cobraba algo. Estaba agotada y necesitaba descansar, pero también necesitaba hacer este trabajo. El tema era un dulce, cooperación internacional y democracia. Quería hacerlo.
Miré y remiré el billete. Era muy barato: no podía cambiar la fecha, ni el pasajero, ni nada. Si no lo usaba, lo perdía. Pero leyendo las condiciones descubrí una restricción que nunca había tenido en cuenta. Si no cogía el vuelo de ida, no me dejarían embarcar en el de vuelta. Nunca me había fijado, y me parecía muy injusto. En cualquier caso, aunque me hubiera fijado, habría comprado el billete igual, así que ahora no tenía mucho sentido lamentarse.
Busqué más vuelos: miré trenes, miré de todo, miré todos los aeropuertos en los setecientos kilómetros desde donde acabaría de trabajar hasta llegar a casa. Investigué y eché cuentas. Mientras había que preparar todo para que todo fuera bien con este cliente. Mientras, otro pedía cosas poquito a poquito, haciéndonos perder mucho tiempo y sentirnos como malabaristas. Había follón, pero era poco rentable. Investigué más, eché más cuentas, llamé a compañeros. Me salía más barato comprar otro billete que contratar a otra persona para que me sustituyera ese último día: pero tendría que renunciar a esa primera tarde y primera noche en París. Llegaría, no el jueves a primera hora de la tarde, sino el viernes a primera hora de la mañana.
Era aceptable. Miré los horarios, los precios, las combinaciones. Tenía un plan: mi cliente estaba en Madrid, y a la vuelta del encargo nos llevarían a todo el grupo en autobús hasta Madrid. Y yo tenía alguien especial con quien pasar la noche en Madrid. A mi chico le daría envidia, pero no todo estaría perdido. Estaría de ya de vacaciones. Pasaríamos una noche divertida, y yo saldría a primera hora de la mañana.
Finalmente me decidí. No tenía dinero, pero… ¡qué demonios! Compré dos billetes diferentes: uno para la ida y otro para la vuelta. No me volvería a pasar lo mismo.
Respiré y volví a la preparación del encargo. Todo estaba en orden.
—*—
Fue una semana muy muy cansada. Al llegar tenía más personas a mi cargo de las que yo no sabía nada: estudiantes en prácticas, en su primer encargo. No tenían sus turnos asignados, no quedaba claro cuándo tenían que estar dónde… me tocó organizarlo todo. Conocimos a personas muy inspiradoras, aportamos nuestro granito de arena, nos dieron las gracias e incluso un aplauso al final.
Algunas cosas fueron bien, otras muy bien, otras mal, pero sobre todo fue agotador.
Cuando llegamos a Madrid no podía creer que ya, por fin, me tocase descansar a mí, ser yo, relajarme, estar con mi gente y dejar de ejercer de jefa.
Estoy hasta las narices de ser la jefa. Todo es siempre culpa mía: lo que se hace, esté bien o mal, y lo que no, porque no he puesto a alguien a hacerlo.
Iba por el camino actualizando el estado de Facebook, a modo de cuenta atrás.
Ella me esperaba. Íbamos a pasarlo genial, quizá ir a ver Vicky, Cristina, Barcelona. Salimos del metro cerca del centro, aún con mi maleta, y empezaron a llegar a mi móvil mensajes de llamadas perdidas. Eran del padre y el padrino de mi hija. Estábamos a punto de cruzar la calle, y llamé a mi chico primero.
—¿Dónde paras?
—Ahora mismo, delante de Notre Dame.
—Qué bien, qué bien. ¿Cómo lo estás pasando?
—No muy bien, por lo del padrino.
—Tengo muchas llamadas perdidas suyas, ¿qué pasa?
—Se divorcian.
—¿¿¡Qué!??
El semáforo se puso en verde, pero yo me senté en la maleta. No me podía creer lo que me estaba contando. Colgamos y llamé al padrino de mi hija, y hablamos. Yo no sabía nada. Me pillaba completamente de nuevas, pero esta era la pareja con la que pasábamos al menos una noche cada semana, a veces dos o más. Unas noches fantásticas… no me lo podía creer. Me senté en las escaleras de un parking, aún hablando por teléfono. Estaba triste por ellos, y estaba triste por mí. Me contó su parte de la historia, mientras a mi alrededor se hacía de noche y se desvanecían los planes de ir al cine. Mi amiga, mientras yo aún estaba hablando, consiguió que nos sentáramos en una cafetería. Pidió de comer y beber para las dos, y me cogió de la mano. Yo lloraba, porque parece que yo siempre lloro por todos.
Cuando colgué, era de noche y demasiado tarde para casi todo.
Me llevó a su casa.
—*—
Ella vivía en una casa minúscula que había encontrado por un amigo nuestro, que llamaba al piso mi cajita de cerillas. Ahora ha vuelto a vivir él allí.
Llegamos con la idea de relajarnos y pasarlo bien. Pero por alguna razón yo no podía dejar de llorar. Era muy triste. ¿Qué me pasaba, en realidad? ¿Qué me impedía disfrutar de lo bueno de sentirse querido? Pero ¿cómo podía abandonarme, mientras estaba pasando algo tan horrible?
Le llamamos de nuevo.
—Te paso a tu niña, que está muy triste.
—Amor, lo siento. No sé que me pasa.
Hizo lo posible por animarme. Se notaba que quería estar aquí. Ella también.
Finalmente, dormimos.
A la mañana siguiente me despedí de ella muy muy temprano. Salí con tiempo de sobra para hacer el famoso cambio en Nuevos Ministerios y coger el larguísimo metro que en Madrid lleva hasta el aeropuerto de Barajas.
—*—
MAD
El código del aeropuerto de Madrid le hace justicia. Es un caos de sitio, pero la primera vez que pasé por él tenía dos meses y uno se acostumbra a todo, incluso a esos pasillos ligeramente curvados que te hacen pensar que estás en uno de los anillos del infierno, sin duda alguna.
No había demasiada gente, al fin y al cabo era muy temprano de un viernes. No eran las siete aún cuando llegué al mostrador de facturación. Tenía tiempo de sobra para que me dieran mi tarjeta de embarque y esperar con calma a que saliera mi vuelo, una hora y media después. Tenía el estómago bastante vacío y podría desayunar algo más tarde. Me vendría bien descansar un poco más. Un rato tranquilo, y antes de mediodía estaría en París.
—Buenos días. Para el de las ocho y veinte a París —le dije a la azafata, sacando el resguardo que había imprimido y mi DNI.
—Hola.
Cogió mi papel y tecleó el localizador.
—Hm. Este vuelo es para ayer.
—¿¡Qué!?
—Nada que tú no sepas.
—¿Qué! Imposible.
¿Nada que yo no sepa? ¿Pero esta flaca de dónde ha salido?
—Mira, aquí lo tienes.
Era verdad: era la fecha del día anterior, la fecha que tanto había estado mirando en todas partes. No me lo podía creer.
¿Nada que yo no sepa? Qué fuerte.
No, no lo sabía. No tenía ni idea. De repente toda la energía de haber madrugado fue hundiéndose debajo de mis pies.
—Bueno, pero…
Mierda. ¿Y ahora qué? ¿Qué hago ahora?
—Bueno, habrá… alguna posibilidad… en el vuelo de hoy…
—Vaya al mostrador de venta, lo tiene allí delante. Ahí pueden comprobar si queda alguna plaza disponible. ¡Siguiente!
¿Nada que yo no sepa?
En el mostrador había una cola corta. Podría decirse que cuando llegué a hablar con la azafata ya estaba más calmada.
—No quedan plazas para el vuelo de hoy. El siguiente que tiene plazas es el de pasado mañana.
—¿No hay nada que pueda hacer?
—Mire, como usted no ha cogido su vuelo, puede solicitar por escrito que le devolvamos las tasas del billete que compró. Pero poco más se puede hacer.
Estoy tirada en el aeropuerto con un billete de vuelta de París y la posibilidad de recuperar las tasas del de ida. Ahora que lo pienso, quizá pueda recuperar también las del vuelo de ayer. De los dos vuelos de ayer.
Sigo sin podérmelo creer.
—Mire… —empieza la azafata, en voz más baja. Es una chica regordita de pelo rizado y negro, que teclea eficientemente en su ordenador. —Mira, hay plazas en tres vuelos a París que salen esta mañana: dos de EasyJet y otro de British Airways. El de EasyJet cuesta ciento setenta euros, y el de British Airways cuatrocientos y pico. Si vas por este pasillo, en este mismo lado, después de aquella curva, está la oficina de EasyJet. Todavía puedes llegar.
Me quedo mirando porque hay gente que compensa por lo que otros no debieron hacer. Le doy las gracias todo lo efusivamente que puedo, que es bastante.
Cuando AirComet quebró, poco más de un año después, sólo me dio pena por esta chica.
Al llegar al mostrador de EasyJet una azafata con un humor parecido al de la primera confirma los precios y el horario. Si no fuera por la morena del mostrador anterior, pensaría que es demasiado temprano para sonreír. No me puedo creer que vaya a comprar el quinto billete a París. De hecho, no tengo nada claro que vaya a comprarlo. Son las siete de la mañana, y estoy tirada en un aeropuerto con una pequeña maleta, una tarjeta de crédito que no debería usar, con mi pareja en París y un billete de vuelta desde París Orly a Madrid, para tres días más tarde.
Llamo a mi amiga madrileña.
—Mñsdías… ¿cómo va todo?
—Vaya, te he despertado, ¿habías vuelto a dormir?
—Hmm, sí, pero me tenía que ir ya al trabajo, no te preocupes. ¿Estás ya en la zona de embarque?
—No te lo vas a creer. Mi billete era para ayer.
—¿¡Qué!?
Le pido que mire desde su ordenador si los precios de los billetes son los mismos, y si tengo alguna otra opción. Sí que son los mismos, y no, no hay más vuelos a París hoy.
—¿Y Renfe? ¿Hay algún tren?
—¿Quieres que me meta en la web de Renfe a mirar algo? ¿Mientras esperas?
—Qué remedio.
—Esta web es un desastre. A ver, Madrid-París para hoy. Parece que hay algo, pero dice que los trenes internacionales al parecer sólo pueden comprarse por un novecientos dos.
—Espera, me lo apunto. Ahora te llamo.
—Vale.
Tras minutos y minutos de espera con su supuestamente relajantes punteos de guitarra, consigo hablar con una operadora de Renfe.
—Puedo ofrecerle una plaza en nuestro tren nocturno a París. Sale este mediodía, a las dos de la tarde, y llega a París mañana a las diez de la mañana.
—¿Qué? —Algo en ese horario me hace pensar que el tren va tirado por caballos — ¿Tanto tiempo? ¿Y qué vale?
—Me quedan plazas en Gran Clase, en oferta.
—¿Qué cuesta?
—Como le comento, nuestra cabina Gran Clase con baño propio, para una persona, cuatrocientos euros.
—¿Y dice que hay plazas?
—En este momento tengo disponible una plaza más para el tren de hoy.
—¿Se puede reservar?
—Lo siento, pero no se puede comprar por teléfono. Tiene usted que venir a la estación y adquirir el billete.
—Pero, ¿y si llego y ya lo han vendido?
Bueno, esto ha sido fácil de descartar. Si llego a Madrid dentro de una hora y ese tren no está disponible, tardaré una hora más en volver aquí. Además, ¿cuatrocientos euros? Esto no tiene sentido.
Cuelgo y me siento en mi maleta. Estoy llorando otra vez.
—*—
Llamo a mi madrileña.
Luego despierto al parisino.
¿Estoy huyendo hacia delante? ¿O soy simplemente muy testaruda? ¿Cabezota? ¿Persistente?
No sé qué hacer.
Voy a EasyJet y una chica muy desagradable me confirma precios y horarios.
Tengo un billete de vuelta de París…
Y también tengo un billete de tren de vuelta a casa. Es para el lunes, pero podría ir y cambiarlo por un billete para hoy. Volver a casa y olvidarme de esto. Acompañar a mi abuela que tiene la endoscopia este fin de semana. No gastar más dinero que no tengo.
Excepto que el billete de vuelta me deja a una hora en coche de casa, en vez de a diez minutos. Nos íbamos a encontrar en otra ciudad a la vuelta. Para volver a casa también tendría que cambiar el destino del billete.
Me escondo detrás de un mupi, o delante de un mupi, porque da lo mismo cuando un pasillo es circular, sentada en la maleta, y poco a poco dejo de llorar. Tengo ganas de mandarlo todo a la mierda. Este viaje que iba a ser tan barato y tan descansado está siendo una ruina muy triste. Mierda. ¿Nada que yo no sepa? Poco a poco salgo del shock, y me decido.
—Hola, me ha dicho una compañera tuya antes que tenéis plazas para el vuelo a París de las dos de la tarde.
—Creo que sí que quedan. ¿Está usted bien?
—Es que me acabo de enterar de que había venido con un billete para un vuelo que salió ayer, y me esperan en París.
—No te preocupes, ya verás que París es una ciudad preciosa. A mí me encanta, ¡es la más bonita del mundo! Te va a merecer mucho la pena, ya verás. ¿Lo quieres de ida y vuelta?
—No, sólo de ida. La vuelta ya la tengo. — he ahí algo positivo, no había perdido la vuelta de AirComet porque no la había comprado. El de vuelta era de Vueling.
Una vez que me he decidido a gastar de nuevo un dinero que no tengo en ir a un sitio al que tampoco tenía ya muchas ganas de ir… bueno, una vez decidido, y escuchando a esta chica tan maja, todo parece mejor. Me cuenta todo tipo de cosas de París, sonríe, y en general hace muy bien su trabajo, que es convencerme de que lo mejor que puedo hacer en esta vida es estar allí y comprarle un billete a París.
—Ya verás, ya verás. Me encanta París y a ti te va a encantar también. Llegarás allí y se te olvidará todo esto.
Esta chica es también un encanto, y me pregunto si es que sólo las azafatas pares son seres humanos.
—Muchas gracias, si no fuera por ti no me habría acabado de animar.
—Lo vas a disfrutar mucho ¡ya verás!
Arrastrando mi pequeña maleta roja, entro por fin en la zona de embarque. Vale, me voy a París.
—*—
En la sala de espera del aeropuerto había un escaparate con cosas de Tous. Desde allí le he escrito mensaje a la madrina de mi hija. Ella no me ha llamado, y yo no sé cómo llamarla. No sé si estará a punto de entrar al trabajo: al fin y al cabo, son las siete de la mañana de un día laborable. No sé si estará en su casa, y en resumen, no sé si debo saber algo, porque ella no me ha llamado para contarme que se divorcia. ¿Cómo empieza uno una conversación así? Oye, que me han dicho que te divorcias. ¿Qué te cuentas?
¿Y el peque? ¿Con cuál de los dos estará?
Después de toda una mañana en Barajas y un por fin tranquilo vuelo, aterrizo en París Orly y cojo el tren hacia la Place d’Italie. Él me espera allí. Dejamos la maleta en el minúsculo y luminoso hotel, y todo parece por fin estar bien.
Paseamos por peatonales empedradas, gente y restaurantes de todo tipo.
Cenamos magret de pato y helado italiano. Encontramos una heladería que tiene dos sedes: Tokio y París. El helado no nos impresiona muchísimo porque ya hemos probado el cielo del helado (¡Roma!) y el resto son sólo la tierra del helado. De nada sirve quejarse, porque somos felices y el helado está bueno.
Escribo en mi diario de viaje, una Moleskine Paris pijísima que quedará casi vacía:
19/09/2008
«Paris doesn’t care if we’re happy or not, but it’s there and it’s nice to walk around, chillier than Spain, and we’re ALONE, and WALKING, and TALKING, and the world is just fine and so is Paris, filled with French people and all».
Por fin.
—*—
A la mañana siguiente desayunamos al sol cruasanes con café olé en la misma Place d’Italie. Nos lo tomamos con calma: el día estaba claro y la temperatura dentro de la cafetería era muy agradable. Por una vez, yo no tenía que traducir para nadie: de hecho, él traducía para mí, lo cual era una novedad sorprendente. Podía descansar. Podía dejar de correr.
—¿Llamaste a tus padres al final?
—¿Que si les llamé? No, ¿por qué?
—Nada, por lo de las pruebas de tu abuela.
—Ah, lo de las pruebas. Llamaré.
Fuimos a la torre Eiffel. Salimos del metro a un paseo agradable (junto al Sena, qué tipicoso). Hacía un día claro, soleado, una temperatura fantástica. Era como caminar dentro de una postal.
—¿Llamaste a tu madre al final?
—No, no la he llamado aún.
—Quizá sí que deberías llamar. Creo que tu abuela tiene una biopsia este fin de semana, está en el hospital.
—Sí, era algo así. Vale, la llamo ahora mismo.
…
—¡Hola mamá! Adivina qué tengo delante… ¡La torre Eiffel! —Estaba preciosa sobre fondo azul, tan gris y tan grande. No es de esos monumentos que te decepcionen porque los esperabas más grandes, o de un color diferente, o rodeados de otro ambiente. No, la torre Eiffel es como te la imaginas. Enorme, protagonista, intrincada. Una gran flecha apuntando hacia arriba, como una invitación a mirar hacia arriba y dejar la mente vagar.
—Sí, hija, bien.
Oh, oh.
—¿Pasa algo? Me ha dicho Pablo algo de unas pruebas de la abuela, ¿es por lo de la úlcera?
—Pues sí, le han hecho las pruebas y… por fin se confirma que sí, que es cáncer.
—¿Qué?
Ahí está, la torre Eiffel, sobre…
… Sobre fondo azul.
Espera, ¿qué? ¿Se confirma? ¿Para eso no hace falta una sospecha primero? ¿Cáncer? ¿Cómo que cáncer? ¿No era una úlcera que le quitaban fácilmente este fin de semana? ¿Una cosa de entrar y salir?
—Pues sí, han abierto pero no hay nada que hacer. Ha metastatizado y no hay nada que quitar. De momento le funciona el estómago no se sabe cómo, pero se ha extendido. Es cuestión de meses.
La torre Eiffel. Enorme, protagonista.
¿Meses?
Intrincada, apuntando hacia arriba. Sobre fondo azul, dejando la mente vagar.
No se sabe cómo…
¿Extendido? ¿Meses?
Sólo después de colgar me doy cuenta de que estoy en shock. Aún no sé que cada vez que vea la torre Eiffel, durante el resto de mi vida, pensaré en ese momento en el que me dijeron que mi abuela iba a morir en cuestión de meses, mientras yo, cabezona, me había empeñado en alejarme de casa, y estaba lejos, muy lejos.
—*—
Estoy sola en París. Él se ha ido ya a trabajar, poco antes de comer. Llevo todo el día andando con los zapatos prestados que traía, lo cual en realidad significa buscando una zapatería que no me costase tanto como los billetes de avión. Me he encontrado una fiesta tecno, con grandes altavoces en un autobús de dos pisos, y una pattiserie con una pinta épica. Por la música no dejé de buscar una zapatería de urgencia. Por los cruasanes recién hechos y los pasteles con pasas sí. Ah, es igual que ir aun restaurante, pero saltándose los platos aburridos. También es más barato.
Estoy sentada en el suelo de la Place Colette. Escribo otras cuatro líneas en mi bonita libreta negra.
«16:00h. Catorce músicos de cuerda tocan piezas alimentarias, pero lo hacen muy muy bien a pesar del tráfico y las sirenas. Dos violas, dos violonchelos, cuatro contrabajos y nueve violinistas, nada menos, al final de la Rue de l’Opera. Cuando acabe iré al Louvre. No suelo ver ni oír arte en directo. Uno se parece al violinista de Queer as Folk.»
Hace mil años que no leo ni escribo música.
La gente se para con sus niños y yo echo de menos a mi hija. ¿Qué hará esta tarde? Deberíamos atrevernos a hacer más cosas con ella… dan tanto miedo los plantones, las escaleras, la comida medio exótica y en general, lo desconocido de los viajes…
Después de meditar un rato me queda claro que no voy a encontrar unos zapatos que pueda pagar a menos que coja un cercanías y me aleje rápidamente del centro. Finalmente paso por la puerta de una tienda enorme de color negro. Es una franquicia más, de una marca americana de zapatillas deportivas. De bambos, que decimos en mi pueblo.
Entro pensando en unos deportivos de correr, como los que usaba cuando estaba en el equipo de cross de mi colegio. Pero finalmente salgo con una mezcla extraña entre unas botas altas y unos deportivos, de la línea de diseño, además de unos calcetines de rayas. Estoy contenta porque nunca he tenido unas botas altas antes: en su día me empeñé en formar parte del equipo de cross sin tener mucho talento para ello, y el resultado es que durante toda mi vida hasta ese instante he tenido unos gemelos que no caben en las botas de talla estándar. Pero estas, como digo, son un tanto extrañas y se atan de manera rara con unos cordones. Son lo más cómodo que me he puesto en años, y significan que estoy lista, por fin, para patearme el Louvre.
—*—
Debí empezar por el Louvre. Debí salir del avión, coger una bolsa de cruasanes y pasear por el Louvre todo el fin de semana.
Si hay algo que me reconcilia y a la vez me enemista con esta ciudad es todo lo que el Louvre contiene, que en sí no considero parte de la ciudad sino lo que la ciudad ha robado a otras, limpiado, etiquetado y concentrado en unos cuantos miles de metros.
Cuando me alcanza el guardia que echa a los visitantes estoy frente al escriba. Le miro a los ojos, y descubro que podría pasar horas aquí. Me siento identificada con este trabajador de la escritura, como si en cierto sentido fuéramos del mismo gremio a pesar de los cuatro mil años de diferencia.
Cuatro mil años.
Le miro a los ojos y las manos, y siguen echándome del Louvre.
—*—
Quizá lo más duro de estar en París sea estar en París sola.
Llegar sola, y pensar en todo lo que ha sucedido en casa: lo de nuestros mejores amigos, decidiendo que ya no se aguantan más, de manera tajante y final.
En teoría París es una ciudad para parejas, la meta de lo romántico de la cultura popular, el no va más de lo romántico.
Pero soy absolutamente incapaz de sentirme romántica pensando que mientras yo paseo tú trabajas. Que mientras descanso, mi proyecto se hunde. Que cuando compro algo, es con dinero que no es mío, que no tengo y que necesito. Que mi abuela no estará con nosotros mucho tiempo, y que yo me he empeñado en estar aquí.
Me he empeñado en venir, y ahora tengo que empeñarme en disfrutarlo.
—*—
La mañana del domingo, al girar por una calle cercana, nos encontramos con un mercadillo callejero en el que se vende prácticamente de todo. Empezamos por una punta en la que hay muebles de segunda mano, aunque quizá pensar que sea sólo la segunda es un tanto optimista.
Cuando llegamos a la zona de la comida, todo huele fantásticamente. Hay pasteis de Belém en un puesto, y también pan redondo caliente recién hecho, cruasanes, y tomates de un kilo de peso que huelen igual que los de mi abuelo.
No me lo puedo creer: tomates como los de mi abuelo… madre mía.
Compramos pasteles, cruasanes, el gran tomate de kilo, pan, queso, paté… De repente podemos montar un festín en un banco que hay al otro lado de la calle. Los parisinos que pasean por este barrio, arreglados de domingo, con sus carricoches y su periódico, se nos quedan mirando, pero da igual.
Cierro los ojos, huelo el tomate y siento el sol sobre la piel. Estoy en el campo con mi abuelo, y los tomates son aquellos casi de concurso que cultivó aquel año. Enormes, casi tanto como media cabeza, curvados hacia arriba de lo grandes que son. Huelen a azufre. Huelen a mi abuelo, a tranquilidad, a mi familia, a mi casa.
Devoramos la comida sin cubiertos, sin mantel, sin copas, ni vino, ni restaurante.
Somos felices.
—*—
Lo bueno del Sacre Coeur fue Youri. Tiene 24 años y toca en la calle. Pero sobre todo, tiene 24 años y toca algo que une a la gente de su alrededor. Es magia.
Lo vimos ayer en la fuente del ángel ¿cómo se llamaba?
—*—
En París, cada foto es un cliché.
He comprado un billete para uno para dar un paseo en barco por el Sena al anochecer. La gente baila en la orilla la banda sonora de Sex and The City.
Y tango.
—*—
Esa noche quiero volver a ver a Youri. Sé que sería la tercera vez que le oigo cantar este fin de semana, pero realmente escucharle me resulta curativo.
No tengo suerte en esto. Acabamos pasando la noche con la persona más aburrida que he conocido jamás. Nos lleva a cenar a un restaurante de sushi, pero no sabe cuál elegir. Paseamos por la calle de los restaurantes japoneses arriba y abajo, hasta que elegimos uno. En este momento no parece que vaya a ser tan horrible. Intento llevar el peso de la conversación y me temo que lo consigo. Si tuviera un poco más de autoestima podría oírme a mí misma hablar durante algo más de tiempo, pero en realidad me resulta cansado y aburrido. Descubro que estoy hablando para entretenerme a mí misma, porque este hombre es imposible de entusiasmar con nada, y me resulta triste.
Después de esto quizá nos enseñe algo más de lo que conoce de París. Al fin y al cabo vive aquí, y no sólo eso, es propietario de un pequeño piso, lo que lo convierte en un auténtico parisino.
—¿Qué haces los sábados por la noche?
—No gran cosa, salgo por aquí con algunos amigos.
—¿Aquí? —Estamos en un bar de deportes. En una gran pantalla, un partido de fútbol que no parece interesar a nadie. Estamos solos frente a nuestras cervezas. Sé que si pido una más, me dormiré.
Es aún más desesperante pensar que en algún sitio, Youri está tocando en un bar lleno de Erasmus.
—*—
Amanece el último día del viaje, en el que tengo que salir casi un día antes de lo previsto, por la mañana temprano en vez de por la noche tarde. Hago rápidamente la maleta, pero como me he comprado otros zapatos no cierra muy bien.
—Echa lo que pese en la mía grande, tengo mucho sitio. Mi billete es bueno, no tiene una restricción de peso tan chunga como la del tuyo. Nos veremos en casa esta noche, de todas maneras.
—Vale.
Joder, yo podría estar en ese vuelo y llevar una maleta decente y todo. Cojo un puñado de cosas: los zapatos pequeños que me rozaban, el cargador del portátil, la carpeta de los cedés, y los pongo en su maleta, a mogollón. Hay mucho sitio libre y las dos cierran bien.
Compruebo que llevo el billete. Lo llevo. Vuelvo a sacarlo y compruebo que es para hoy. Es para hoy. Miro la fecha en el móvil: hoy es el día que yo pensaba que es. Miro la fecha del vuelo: es la correcta. Guardo el billete en la cartera y la meto en el bolso.
Desayunamos en un sitio diferente y no deberíamos haberlo hecho. Está bastante peor y nos meten un buen clave.
Casi no me queda dinero en metálico para el cercanías al aeropuerto, pero no importa porque tengo lo suficiente para comprar el billete de ida. Voy con mucho tiempo, tranquila porque por fin todo puede salir bien.
Cuando me subo en el tren, me relajo. Todo va rodado, valga la expresión.
—*—
Unos minutos más tarde entramos en la estación del Norte, la Gare du Nord. El tren para y algunos viajeros se bajan. De repente, unas voces por megafonía nos piden que nos cambiemos de tren, a otro que está en otra vía. Consigo averiguar cuál es, porque el inglés del megafonista deja mucho que desear, y tardo en llegar allí junto con otros viajeros del mismo vagón. El tren en el que tenemos que subirnos no está. Esperamos.
Esperamos durante diez, quince, veinte, veinticinco, treinta minutos. De repente el andén está lleno, como en las películas, de gente que espera y se remueve, ansiosa, sentada en sus maletas, como yo.
Miro el reloj del andén, que avanza peligrosamente hasta marcar las demasiado tarde menos cinco. ¿Qué ocurrirá? Le pregunto a una chica guapa con gafas de diseño, con la esperanza de que signifiquen que habla algo de inglés:
—Excuse me, do you know what is going on?
—Oh, there’s a train strike.
¡Una huelga de trenes! ¿Por qué no han dicho nada?
—Uh, uh. And, do you know how far are we from Charles de Gaulle Airport? How long it would take with a taxi?
—It’s about half an hour by car.
—But it’s Monday morning. Will there be a traffic jam?
—Maybe… —pone cara de circunstancias.
—Well, thank you.
Mierda. Salgo corriendo a buscar un taxi.
Cruzo media estación, que es enorme, y encuentro una salida. No hay parada de taxis, sólo un chico que reparte la versión parisina del Veinte Minutos. En fin, quizá por lo menos sepa dónde hay un cajero.
—Excuse me, do you know where the nearest ATM is?
—No, I don’t know.
Bullshit.
Joder, ¿y te pasas aquí todas las mañanas? Sigo corriendo. Encuentro indicaciones para la parada de taxi. Encuentro la parada. Encuentro un taxi. Unos viajeros se están subiendo en él.
Encuentro la cola que da la vuelta al edificio para el próximo taxi que llegue.
Huelga de trenes. París tenía que ser.
—*—
De repente levanto la mirada y tres metros más allá de la parada de taxis hay una parada de limusinas. Una pareja y dos chicas jóvenes están hablando con el conductor y subiendo sus maletas. Allá que voy.
—So, how much does the ride to the airport cost?? —Le están preguntando.
—Would you take one more person? Do you take credit cards? Will you get us there before 10:20?
Finalmente acordamos el precio (cuarenta euros por persona, lo mismo que si fuéramos cada uno en un taxi, excepto que no hay taxis), nos montamos en el monovolumen mal llamado limusina y salimos para el aeropuerto. Por el camino vamos mirando las calles en busca de signos de que nos encontraremos un atasco brutal, pero no aparecen.
Por el camino, cuando conseguimos respirar, compartimos nuestras historias. La pareja veinteañera vuelve a casa, a Boston. La chica francesa es en realidad griego-francesa y va a Grecia de visita familiar. La chica asiática es una japonesa que estudió en Granada como yo y ahora no sólo va a Madrid, como yo, sino que tenemos el mismo vuelo. Aclaramos cuentas. Yo pagaré con la tarjeta y ellos me darán efectivo. Los americanos me miran con cara de preocupación.
—No tenemos euros suficientes para pagar nuestra parte. ¿Qué te parece si te damos una parte en euros y la otra en dólares? Al cambio de hoy, al final es lo mismo. —La voz tiene un tono suplicante que no es realmente necesario.
—Claro, por qué no. Estamos juntos en esto. —
Y hay toda una historia de qué pasó con esos veinte dólares, tiene que ver con Obama y Guantánamo, pero la contaré otro día…
—Cuando lleguemos vamos corriendo a la puerta de embarque. —Me dice la japonesa —Mi maleta es pequeña…
—… Yo también llevo maleta pequeña.
—… no tengo que facturar, y he sacado la tarjeta de embarque por internet.
—¿La tarjeta de embarque se podía sacar por internet?
Mierda.
—Sí, pero creo que en Vueling no es obligatorio sacarla antes de llegar.
Mierda. Bueno, no es tan grave. Sólo que no podré salir corriendo nada más llegar.
Según nos acercamos al aeropuerto parece que todo irá bien. Queda algo de tiempo, pero no hay que apurar. Para no arriesgarnos, pido al conductor que me vaya cobrando con la tarjeta antes de que lleguemos.
Al final voy a acabar con una gran cantidad de dinero en efectivo. Y divisas.
Cuando el monovolumen llega junto a la puerta más cercana al mostrador de Vueling salimos del coche a toda velocidad, agarramos las maletas y le damos las gracias al conductor mientras corremos hacia el edificio de hormigón gris.
—¡Nos vemos en el avión! —Me dice la japonesa mientras ella y la otra chica suben corriendo la cuesta hacia la zona de embarque.
Llego sin aliento al mostrador de Vueling.
—Por favor, la tarjeta de embarque para este vuelo a Madrid.
—Séfermé.
—¿Qué?
—Séfermé. We are boarding now. They’ve called us from upstairs and we cannot take any more passengers.
—What? But, do you realise there’s a train strike? How much does it cost to actually get here?
—We’re closed. The plane is now boarding. Please, go to the ticket office there and buy another ticket.
—But there’s a train strike!! You have to understand! The plane has not left yet! Those girls there are going to make it!
—The plane hasn’t left, yes. Take your ticket there and you won’t have to pay taxes for your new ticket. As you haven’t checked in yet it’s just a change. Otherwise you’ll have to purchase another full ticket. With taxes.
No me lo puedo creer.
No puedo.
—When does the next flight leave?
—You’ll have to ask her over there.
Mierda. Check-in online. Mierda. Nunca más. Puto Vueling. Putos franceses, putas huelgas.
Creo que estoy llorando.
Las piernas me hacen cosas raras mientras camino muy despacio los veinte metros hasta el mostrador de venta de billetes. Respiro y pregunto cuándo es el próximo vuelo a Madrid.
—Esta noche a las 9.
—¿A las nueve de la noche?
Un día entero en Charles de Gaulle. Si vuelvo a París, ¿cómo volveré luego al aeropuerto? ¿Conseguiré llegar a tiempo de nuevo? ¿A qué precio? Y cuando llegue a Madrid ¿qué voy a hacer? El último tren de vuelta a casa sale a las siete de la tarde.
Creo que tengo la mirada perdida, pero de repente me fijo en el mapa publicitario que tiene detrás la encargada de venta de billetes.
—¿Y a Valencia?
Teclea en el ordenador.
—Hay uno hoy, pero no quedan plazas.
—¿Y a Granada?
Teclea de nuevo.
—Tampoco quedan plazas para hoy.
La otra opción disponible es Santiago de Compostela. No tiene sentido preguntar.
—Pues… para Madrid, para hoy.
No me puedo creer que esté comprando otro billete de avión.
—¿Cuánto es?
—Ochenta euros. Las tasas ya están pagadas en el billete anterior.
Le doy mi tarjeta, que acababa de guardar cinco minutos antes con la esperanza de no hacerla sufrir más. Pobre tarjeta mía. Cuando llegue el recibo no sé lo que voy a hacer.
—Aquí tiene su billete. Puede sacar la tarjeta de embarque en el mostrador del final del pasillo.
—Sí, ya las conozco.
Doce horas en París. En el aeropuerto Charles de Gaulle. Por un instante pienso que por lo menos le veré antes de que él se embarque, pero no es cierto: él sale de Orly. Así que, nada. Tanto madrugar, tanto cambiar billetes, tanto correr por la Gare du Nord, para acabar aquí tirada.
Con toda la calma del mundo, saco mi tarjeta de embarque y me dirijo al control policial de entrada.
—*—
En Charles de Gaulle el molesto control de equipajes se hace justo antes de la puerta de embarque, de modo que en seguida llegué a la zona de las tiendas. Era bastante pequeña, y dando vueltas por pasillos y rampas conseguí salir de nuevo de la zona de pasajeros y acabar donde había comenzado. Me sentía como en una cinta de Moebius.
Vuelvo a entrar a la zona de pasajeros.
—*—
Excepto que este aeropuerto todavía no ha terminado de reírse de mí. Mientras dejo que la cinta transportadora me suba hasta el piso de arriba, me llama la atención un anuncio. Tiene colores brillantes, y unas siluetas de personas bailando bajo una enorme bola de discoteca. El mensaje dice:
«Living it up in Paris. Priceless.»
Well, no. Not really.
—*—
Doy la segunda vuelta por el extraño círculo de la zona de espera. Se nota que estamos en una terminal de bajo coste porque las tiendas y restaurantes son cutres. Hay espacios vacíos, mucho hormigón gris, y pocos asientos. La gente se concentra más cerca de unos con un gran pivote en el medio. Son columnas de enchufes.
Yo llevo un ordenador en la maleta, pero no el cable ni la carpeta de los DVDs. Ni en Barajas, ni en Charmartín, ni en Atocha, ni en el tren que va a casa hay enchufes. No me queda batería. No pensé que tendría que esperar aquí doce horas.
Tampoco llevo nada para leer.
El cargador del mp3 sí que lo llevo, y puedo escuchar algo de música incómodamente cerca de unos chicos que se arremolinan alrededor de un portátil. Me pregunto si es algo interesante, pero desde donde estoy sólo se ven hojas de Excel y gráficos de barras. Lo cual puede ser más interesante aún, o no. Me miran de reojo. Definitivamente estoy demasiado cerca. Recogen sus cosas.
Me levanto y doy otra vuelta a la rueda de cobayas.
—*—
—¿¡Qué!?
Dice mi mejor amiga desde la oficina, cuando la llamo.
—No me puedo creer lo que te está pasando. ¿Huelga de trenes, dices?
—Huelga de trenes.
—¿Y no te han dejado subirte al avión?
—Nop.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
Buena pregunta.
—Puedes, por favor, entrar en la web de Renfe… no te lo pediría si no fuese necesario… ¿y cambiar el billete que tenía para este mediodía a mañana por la mañana?
—Yo te lo cambio. Ahora te llamo.
—Gracias guapísima.
—Anda que lo que no te pase a ti…
—Siempre me corto con una baguette. —Es mi ejemplo de mala suerte y torpeza propia. Ella se ríe de mí porque un día me corté profundamente un dedo con la corteza de una baguette. Es la típica cosa que es más dolorosa aún por lo estúpida que suena.
Me falta otra llamada por hacer.
—Niña, ¿qué planes tienes esta noche?
—Tengo un cumpleaños en San Sebastián de los Reyes. ¿Por?
—Hay huelga de trenes en París y he perdido mi vuelo. Necesito pasar una noche en Madrid.
—Oops, bueno, supongo que puedes venirte a esto cuando llegues. Pero no sé a qué hora estaríamos de vuelta.
—¿De quién es el cumple? —Todo esto parece un poco raro.
—No le conoces, aunque quizá sí a otras personas que vayan.
—Déjalo, pensaré otra cosa.
—¿Seguro? Para mí no es problema.
—Seguro, seguro. No pasa nada.
—Son gente muy maja, no pasa nada.
—No te preocupes, me las apañaré.
Cuelgo y al minuto vuelve a sonar el teléfono. Es María.
—Ya tienes cambiado el tren al primero de mañana. Te cobran algo, un euro y pico.
—Nada. Fantástico. Muchas, muchas, muchas gracias.
—¿Dónde te quedas?
—Esta niña tiene un cumpleaños. No lo sé.
—Tengo a César en el Gtalk. Dice que te quedes en su casa, que va a Barajas a buscarte.
Podría llorar, pero he llorado mucho ya este fin de semana.
—Dile que sí, que muchas gracias.
Es un buen plan. Estoy en un sótano y sale un poco de sol.
—Muchas gracias a ti también, guapísima.
—Nada, nada. Lo que no te pase a ti. Huelga de trenes…
—Ya.
—*—
En el aeropuerto Charles de Gaulle de Roissy, París, en la terminal cutre, hay una puerta que dice «sala de meditación». Mientras intento calmarme, voy al baño, busco qué hacer, la miro con interés y con la esperanza secreta de que detrás haya un sitio agradable en el que quizá, meditar un rato en silencio y en penumbra. Quizá incluso se pueda leer algo con comodidad. Me imagino una gran sala alfombrada con cojines, paredes de colores oscuros, quizá alguna falsa cristalera de colores.
Finalmente me doy cuenta de que tengo poco más que hacer, y decido pasar.
La primera sorpresa es que no me encuentro con una sala sino con un pasillo. A la derecha hay expositores de cristal con cosas que ya no recuerdo, y al fondo el pasillo gira a la izquierda. Veo tres puertas.
En una hay una cruz, en otra una estrella de David y en la última una media luna. La puerta de la media luna está abierta: tiene al lado un pequeño estante lleno de zapatos, y alguien acaba de entrar. Se oyen voces.
Me puede la curiosidad y abro la puerta de la cruz. Dentro hay una sala gris, una especie de microcapilla. No hay nadie, ni parece que lo haya habido recientemente. No hay horarios, libros, ni signos de que esté en uso, excepto que está muy limpia: huele a limpiador de cuarto de baño. Se me ocurre que quizá lo limpien las mismas personas con la misma fregona. En realidad, toda esta segregación me recuerda a las de los cuartos de baño.
La habitación tiene bancadas como las de las iglesias, pero más pequeñas: una persona tumbada no cabría. A la izquierda hay un pequeño altar y colgando de la pared, un crucifijo. Además, la combinación de paredes gris claro con la luz fluorescente lo hacen especialmente inhóspito.
Si las religiones fueran franquicias, esta concreta estaría a punto de cerrar, sostenida sólo por la cabezonería de alguien. Esta sala me parece una franquicia de pueblo, venida a menos, de una gran cadena internacional. Los elementos están ahí, pero el espíritu del sitio que imita está palpablemente ausente.
Todo en ella me resulta triste, y me voy, sin prisa, porque tengo todo el día para explorar este sitio.
No sé si será significativo que ni siquiera me atrevo a abrir la puerta de la estrella.
—*—
En teoría estoy en París, pero todos los aeropuertos pertenecen al mismo país indistinto de sándwiches plastificados, bollería industrial, revistas genéricas y superventas en edición de bolsillo.
Paso a la siguiente franquicia, que es un supermercado-librería con un poco de todo. Voy directa a los libros en inglés y hago el descubrimiento del día: el libro Life of Pi, de Yann Martel. Va de un naufragio, y me siento identificada. En cierto sentido llevo varios días naufragando sin parar. O quizá lleve meses naufragando, y esto sea sólo una cristalización de un sentimiento mayor de pérdida continua. Compro el libro y un botellín de agua, y sigo explorando.
También podría comer algo, imaginar que sigo estando en París. Voy a un restaurante que imita decentemente un lugar en el que querría estar. Está prácticamente vacío porque no es una hamburguesería y esta terminal es de bajo coste. Escojo un buen sitio y pido algo que resulta ser un gran medallón de carne a la plancha, grueso, con judías verdes. Lo pido al punto y el centro está crudo, pero en cierto sentido me resulta agradable. Intento imaginarme que es el hígado de la encargada de Vueling que no me ha dejado subirme a mi avión, y me siento un poco mejor.
Por fin llega la hora de embarcar. Ya sé dónde es porque he dado mil vueltas hoy por cada rincón de este sitio. Es extrañamente apropiado que el aeropuerto Charles de Gaulle esté en Roissy.
Resulta que en este aeropuerto el control supuestamente antiterrorista se pasa justo antes de embarcar. Hay además uno por cada dos puertas de embarque, así que no tienen mucha gente. Se llega a esa zona subiendo por una rampa mecánica. Al final hay una licorería separada del control por una pared plástica, y después del control unos grandes ventanales que dan a la pista. Dentro sólo hay asientos, moqueta, y cinco consolas promocionales de videojuegos. Dos están rotas y tres tienen cola, un grupillo de preadolescentes jugando.
Me dirijo al control con mi maleta, mi bolso, y mi libro. No hay cola. El responsable de las bandejas me dice algo en francés.
—Pardon me? Ye ne parle pá fransé.
—I said excuse me, this gentleman was first.
Había un señor de pie a mi lado. Ni le había visto: no lleva maleta ni abrigo, sólo una gabardina.
—Oh, OK, go ahead. —No tengo prisa.
—No, please, you go.
—No, it’s OK, I’m fine.
El señor de la gabardina pasa primero. Dejo mi bolso en la bandeja y paso por el arco. Nada, como siempre. No suelo viajar con cosas metálicas.
—Please, could you lift your jeans a bit?
—Sorry?
—Could you lift your jeans a bit?
—Hm, yeah, I guess.
—Are those boots?
—Yes, they’re boots.
—Please, take them off.
—What? I don’t have to take my shoes off.
—Madam, please take off your boots.
—You cannot ask me to take off my shoes. That rule is no longer in force. The European Union has forbidden it! I don’t have to take my shoes off.
Mira mi pasaporte.
—Spanish? Wait.
Tienen mi pasaporte. Se acerca un chico de unos veinte años.
—Señorita. — Tiene aspecto de chico marroquí de buena familia, como el compañero de piso de mi mejor amiga. —Señorita, por favor, quítese las botas.
—No lo entiendo, ¿por qué tengo que quitarme los zapatos? Son de plástico.
—En las botas se pueden esconder cuchillos. dice con tono conciliador, sin acento. —Por favor, tenemos instrucciones de pedir a todo el mundo que lleve botas que se las quite. Por favor se lo pido, quítese las botas. Si quiere puedo darle unas bolsas para los pies.
Quería protestar. Decir que cruzando el pasillo se podía comprar (¡y hacer pasar el control!) vodka y cerillas, una combinación mucho más peligrosa que mis botas de plástico. Quería gritar, patalear, que me enseñaran dónde ponía que tenía que quitarme ropa alguna simplemente porque sí, quería hacer valer mis derechos… Pero sobre todo, sobre todas las cosas, sobre mis derechos, sobre los de los demás, sobre lo que es justo, sobre el 11S y los antepasados de todos los empleados de seguridad tocapelotas… sobre todo, tenía ganas de coger ese vuelo y salir de allí.
Miré al chico. Era el empleado de aerolínea par, luego tocaba que fuese simpático. Mi teoría iba cobrando fuerza. O quizá tienen bien ensayada la rutina de poli bueno, poli malo.
Mientras pensaba en el vodka y prenderle fuego a todo, me desabroché las cordoneras de las botas con toda la calma del mundo y me quedé en calcetines de rayas hasta la rodilla. Se me ocurrió que si llevara un cuchillo lo habría puesto debajo de los calcetines, junto a mis gemelos, que abultan de todas maneras. Espero que después de publicar esto me sigan dejando volar.
La maleta roja ya había pasado: puse mi bolso en una bandeja y mis botas nuevas en otra.
Pasan por la máquina de rayos X: transparentes. Cojo las botas y miro al chico que habla español. Se encoge de hombros y pone cara de «es mi trabajo». Pero su compañero me llama.
—Madame, there’s a problem with your bag.
Dios mío, y ahora qué.
—Madame, please open your bag and put everything in this tray.
Si alguna vez tuviese dudas sobre si hacer volar por los aires una terminal de aeropuerto es una buena idea o no, seguro que tipos como éste me sacarían de dudas por completo. Suspiro y vacío mi bolso. Salir de aquí, salir de aquí, salir de aquí.
—Unos auriculares. El cargador del mp3. El mp3. Una cartera con documentos. Mi monedero. Life of Pi, de Yann Martel. Un botellín de agua medio vacío. O medio lleno.
El botellín. Joder.
—Madame, you cannot take that to the restricted area. Please throw it away here. —Dice, señalándome un contenedor de basura que le llega casi a la cintura, lleno de objetos similares.
—Can I drink the water first?
—Yes.
Mirándole, me bebo todo el agua que le queda de un trago, y tiro el botellín.
—Is it OK now?
—Yes.
—Thank you.
¿Por qué puedo llevar una botella de cristal llena de vodka pero no una de agua medio vacía? Nunca lo entenderé. Bueno, porque siguen ganando el mismo dinero o más haciéndolo así. Dos pasos más y estaré en la zona de embarque. Paso y me siento a leer al sol en un asiento libre, y al rato, casi sin creerlo, se ha hecho de noche, y estoy dentro del avión.
—*—
—Fuck Paris! —digo en voz muy, muy baja mientras saco el dedo corazón, como si pudiera sacarlo por la ventana del avión, a las luces que parpadean en la oscuridad.
—Fuck Paris! —me digo a mí misma y a todo lo que representa, el destino romántico, el lugar de los sueños, la meta refinada del arte. Estoy hasta las narices de ti. Eres todo lo que se supone que tienes que ser, y aun así, no me sirves.
Le decíamos al chico del piso como la caja de cerillas que no paraba de mudarse de ciudad, pero que la ciudad de la que huía la llevaba dentro. Esto no se nos había ocurrido a nosotros solos: era el concepto de fondo de un poema de Kavafis.
Pero aun así, me aliviaba enormemente salir de allí, tanto como me había empeñado en llegar.
Por una vez me da igual quién pueda tener a mi lado. Normalmente un avión es un buen sitio para conocer a quien tienes al lado, y quién sabe, hacer contactos útiles para tu negocio. Pero yo estoy harta, estoy hasta las narices ya de esto y acabo de decir Fuck Paris muchas veces en voz bajita. Debo parecer una loca, pero al fin y al cabo soy una chica y acabamos hablando. Es el nuevo encargado de comunicación de la división española de una empresa francesa que se está estableciendo en España. Está claro que me interesa como cliente, y le doy mi tarjeta.
Pero no me va a llamar, y no me extraña.
Al llegar a Madrid me espera César, porque es un caballero andante pero sobre todo un caballero. Le abrazo y me siento un poco más en casa. Íbamos a cenar con más gente pero se ha hecho tardísimo y estamos todos agotados. Llegamos a su piso y conseguimos aparcar justo enfrente del portal. Me pide un taxi para la mañana siguiente y pasamos horas hablando como si no tuviéramos todo el sueño que tenemos.
Tengo miedo según me levanto de que todo salga de nuevo fatal, pero a las seis de la mañana empieza el día sin novedad. El taxi llega a la hora convenida, aún de noche, y no parece que haya huelga de trenes aquí. Cojo un tren. Llego a donde iba.
Cuando salgo del tren y me subo al taxi no sé exactamente qué decir. No estoy en la ciudad en la que vivo: habíamos quedado aquí pero ahora los planes son diferentes. ¿A dónde voy? Llamo a mi hermana para ver dónde está.
—A la Arrixaca, por favor.
Me voy a ver a mi abuela.
—*—
Según llego al hospital me doy cuenta de que nunca he estado en el ala de enfermos, sólo he venido a hacer visitas de maternidad. Mi hermana me ha dicho la planta y la habitación, pero el lugar es un lío, un hospital como tantos que parece hecho a retazos (¿no lo están todos?), con pasarelas entre edificios y extraños pasillos, plantas y numeraciones que van cambiando de una manera que sospecho aleatoria. Finalmente consigo llegar a unos ascensores, pero el botón que pulso no funciona. Llega una chica y me dice
—Espera, yo llamo.
Acciona un botón con llave, y me subo detrás de ella.
Al llegar a la planta veo a mi hermana al fondo, mirando en otra dirección. Hoy ya es médico, pero entonces estaba allí de prácticas.
—Hey, estoy aquí.
Se gira y me mira con cara de sorpresa.
—¿Por dónde has llegado? ¿Te has colado en el ascensor de los médicos?
—¿Ah, por eso lo de la llave? Pues puede ser, sí.
—¿Cómo está la abuela?
—Un poco fastidiada porque no le hayan quitado la úlcera. Pero no sabe nada.
—¿No sabe nada?
—Nada, excepto que no le han quitado lo que le iban a quitar.
Vaya.
La habitación en la que está es antigua pero soleada. Abrazo a mi abuela, y la abrazo más fuerte de la cuenta.
—¡Los puntos, hija!
La he abrazado justo donde la acaban de coser. Me siento de nuevo la persona más torpe de la historia pero me alegro de verla, de estar aquí, al sol, de haber llegado, de haber venido directamente, en cierto sentido, de que todo parezca normal. Le cuento parte de las desdichas del viaje. Cuanto más tiempo pasa menos trágico resulta. Esto nos entretiene a las dos. Quizá este viaje sirva para algo.
Mi hermana ha oído la historia y se ofrece a llevarme en coche a casa. Me parece la mejor idea del mundo: un rato en el coche con mi hermana, a la que veo poquísimo, y llegar pronto, pronto, por fin dejar la maleta, dejar de viajar.
Dejar de descansar y volver al trabajo, porque de alguna manera tendré que pagar estos seis billetes de avión a París.
—*—
Sí. María se mudó a Madrid con César. Este verano se casaron en la #bodamoñest: http://yoosdeclaro.pollomaligno.com
Pagué mis facturas. El bache económico pasó hace muchos años. Esto no tiene que ver con la situación actual de Matiz: la empresa sobrevivió y dobló su facturación.
Siempre echaré de menos a mi abuela. Heredé su rodillo de amasar.
Lily, no te preocupes, que es broma: no odio a los franceses. Tanto. Que no. También gracias a ti.
Tuvimos a otro niño. Nos los llevamos de viaje, incluso cuando es en avión.
No he vuelto a París. Pero desde entonces, siempre miro tres veces la fecha de los billetes que compro.
Aprovechando que Lucía duerme y P está jugando al Texas Hold’em con los matemáticos, cierro el Factusol, el correo y todo un ratito y os cuento algunas cosas… estoy muerta, así que este artículo tiene dos resultados garantizados (Simpsons: ¡Nosegarantizanresultados!): desconexión de la temática interna y probablemente (argh) alguna erratilla. Vayamos por partes. El jueves
El día de mi boda, hace ya nueve años, mi familia me preguntaba con mucho interés quién era esa señora de pelo corto y blanco sentada a mi mesa, al lado de mis padres. La respuesta es simple, pero no corta.
Jamás te lo dije. Me obligaste a acabarme el desayuno —atragantándome— me tragué también mis palabras. Ese silencio fue mío, como el de Donés. Había un bufé libre en mi corazón enfriándose.
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