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  • La vaca

    La vaca

    Miré atrás y vi cerrarse las puertas de color verde hospital, verde colegio, verde militar. Al otro lado quedaban dos de mis mejores amigos, sonriendo y deseándome buena suerte. Si me hubieras dicho que a ella no la volvería a ver nunca más, no te habría creído.

    Bueno, no habría querido creerte, porque más que cualquier otra cosa, más que cansada, o nerviosa, o impaciente, había una parte dentro de mí que estaba total y absolutamente muerta de miedo.

    Las hojas batieron levemente y se volvieron a cerrar. Ya había empezado.

    En realidad todavía no me dolía nada, y ése fue mi primer error. Cuando llegué a la habitación me dieron una bata verde y un vial pequeño. Realmente es una bienvenida apropiada, teniendo en cuenta lo que te espera después: quítatelo todo, ponte este trapillo informe, y métete esto por donde te quepa.

    Nada está pensado para que te sientas mejor. Pero por lo menos de momento estábamos solos en la habitación. Algo es algo, me dije.

    Todavía nos conocemos poco para que os cuente cómo fue lo del enema. En resumen, supongo que bien: fue el primero y el último de mi vida.

    Me dio algo de pena quitarme mi propia ropa, pero la verdad es que llevar ropa propia ya había resultado una mala idea un rato antes. Claro que un rato antes no tenía elección, y ahora tampoco.

    Veréis, estamos en diciembre de 2005, aunque al 2005 le quedan dos patadas, como quien dice. Es día 30 por la noche, casi medianoche en realidad, y estamos en un edificio muy alto en mitad de un pinar. Antes de llegar aquí estábamos cerca, en un restaurante a la orilla de la carretera. Es un sitio de comida típica, de tapas generosas, que se llama Sacromonte y a los cuatro, como antiguos «granaínos» adoptivos, nos hace mucha gracia el nombre. Los dos amigos que venían de visita estaban teniendo que aguantar mi humor variable, entre ligeramente esperanzado y totalmente desesperado. Había mucho ruido y mucho humo. Desde entonces no he vuelto. Nos dio tiempo a acabar de cenar, y mientras íbamos en el coche (apenas habíamos salido), tuve una sensación extraña. Miré en la guantera pero estaba llena de papeles del coche y basurilla sin sentido.

    —¿Alguien tiene un pañuelo? —dije.

    —¡Yo, yo, yo! —dijo entre risas la chica que no vería más.

    La noche estaba despejada y la luna iluminaba bastante bien. Aparté la falda y la ropa interior y pasé el pañuelo.

    — Venga, al hospital.

    Se veía a lo lejos, desde la carretera. Cuando llegamos no había apenas gente. El ambiente entre el personal era festivo: al fin y al cabo, estábamos en Navidad. Se notaba además en que las chicas de guardia eran todas muy jóvenes. Comentaban algo entre risas, y una de ellas me llevó a una habitación de examen. Recuerdo pensar que era mona.

    —Quítate los zapatos y encaja los pies en los estribos. La falda no hace falta que te la quites.

    Supongo que las bragas me las quitaría, pero no recuerdo qué hice con ellas. Quizá las llevaba en la mano. En ese momento agradecí llevar medias y no pantis. En la habitación hacía frío, pero la banda de blonda y silicona quedaba a medio muslo. Eran de invierno, no sólo por el frío sino porque soy bastante torpe y las más finas se me rompen casi antes de salir a la calle. Comprarlas más gruesas de lo normal es un truco que me dio con aire confidencial una vendedora de El Corte Inglés.

    —Si son para trabajar, para todos los días —susurró—, mejor cómpralas más gruesas, son las que te van a aguantar. Es lo que yo hago.

    La verdad es que en ese momento no estaba pensando en eso.

    —Bonitas medias —dijo la chica de urgencias.

    —Gracias — es lo único que se me ocurrió decir. Al fin y al cabo, si a una chica mona le gusta tu ropa interior ¿qué vas a decir? Me quedaba la duda de si internamente se estaría riendo de mí, pero no tuve tiempo de pensarlo mucho entonces y ahora ya da igual.

    Mientras me ajustaba los zapatos sentí algo de humedad bajar por la pierna. Al dar un paso atrás, me encontré pisando un charco.

    —¿Esto… esto es mío? — Era curioso y daba un poco de susto, pero me preocupaba más no caerme.

    —No, no te preocupes, es de la chica de antes. Creo que lo mejor es que te quedes —dijo.

    Cuando más tarde me dieron el camisón de hospital, me alegré de no ir a manchar mi propia ropa, y que no volviera a llamar la atención. Me pusieron todo tipo de tubos durante un rato, pero al final se hizo tarde. Me subieron a una habitación.

    Así pasó la primera noche.

     

    A la mañana siguiente ya había más gente. A primera hora vino por fin la ginecóloga. No sé si las chicas que la rodeaban eran las mismas de por la noche. Tiendo a pensar que no. Se puso unos guantes.

    —No sé si he roto aguas —le dije.

    —Vamos a ver.

    La sensación que tuve cuando empujó fue de estar sentado sobre el desagüe de la bañera. Chorros de líquido caliente resbalaban por su mano y empapaban el suelo.

    —Ahora sí. —dijo ella.

    De vuelta a la habitación, de vuelta a los los tubos y a los goteros. Y otra vez a esperar.

    Esperamos todo el día. Dolía. Pero no pasó nada.

    Era Nochevieja.

     

     

    Cuando llegó la noche nos sirvieron la cena. Mi compañera de habitación llevaba todo el día con la tele puesta. Era una de estas televisiones que están en el centro de la habitación. Ella la había girado un poco hacia su lado, cosa que a mí me daba exactamente igual. Habría preferido que estuviera apagada, pero estuvo encendida. Todo el día. En cierto sentido, era como que te pitara el oído. No agónico, pero sí molesto.

    Al menos la cena estaba muy bien. Supuse que habrían hecho algo especial por ser Navidad, por ser Nochevieja: la comida estaba buena. Era abundante y festiva: asado de cabrito, polvorones, incluso uvas de la suerte para cuando dieran las campanadas de medianoche. La televisión llevaba todo el día preparando a los espectadores para el gran momento del cambio de año. Mi chico miraba la cena con cara de hambre. La comida de la cantina era mucho peor: creo que estaba sobreviviendo a base de bocadillos de salchichón. Como sólo había doce uvas, acordamos que cada uno tomaría seis, y se acabó el resto de la bandeja cuando no quise más.

    A las 23:55 el aparato de la habitación mostró el mensaje «AGOTADO PASE DE DÍA».

    La otra pareja pareció no reaccionar. Nosotros por nuestra parte no nos habíamos preocupado de la televisión en absoluto. Todo el día había sido una molestia: el canal que habían elegido era cutre. Parecía mentira que con todos los anuncios de Navidad las televisiones no quisieran permitirse programas mejores en los que insertarlos. Durante el día, habríamos estado más que agradecidos por que la apagaran. Pero el momento del cambio de año… era diferente. No tuve que pedirle que fuera por una ficha de televisión: pero la máquina expendedora estaba en la entrada del edificio, y nosotros en la séptima planta.

    Salió corriendo y volvió jadeando. Cuando por fin puso la ficha en el aparato, ya daban paso a la gala, que llevaría probablemente varios meses grabada. Nos encogimos de hombros y nos tomamos las uvas. La tele de nuevo tenía cuerda para un rato, pero ahora nosotros teníamos la sartén por el mango. Al rato acordamos los cuatro que era hora de dormir.

    Y así acabó la segunda noche.

     

    Ya llevábamos allí dos días y empezaba a estar desesperada de verdad, pero más que eso, preocupada. Me habían dicho que en teoría, no puedes pasar más de veinticuatro horas con la bolsa rota, porque puede peligrar el bebé. Hora, tras hora, tras hora, mirábamos el papel continuo del monitor avanzar y acumularse en el suelo. A cada rato pasaba una persona diferente. La ginecóloga del día anterior. Otro ginecólogo diferente, un señor mayor. Una matrona. Un enfermero. Todos miraban la historia al entrar y hacían un comentario jocoso sobre mi historia clínica.

    Las contracciones dolían. Pero lo que más molestaba era el flujo continuo de gente que llegaba, se ponía los guantes y medía con los dedos cómo de dilatado estaba el cuello de mi útero.

    Hasta ese día, había conocido al menos el nombre de todas y cada una de las personas que habían tocado el cuello de mi útero. Es una cuestión de civilización. «Buenos días, me llamo Fulanita y soy… matrona, ginecóloga, enfermera, la de la limpieza…» ¡No sé, algo! Pero ni daban los buenos días, ni decían su nombre, ni por qué se interesaban por los centímetros. En cualquier caso, estaba claro que aquello no avanzaba casi nada.

    Pero lo peor no era eso.

    Al oír relatos de partos pareciera que la apertura del cuello del útero fuera un marcador disponible para su consulta en alguno de los aparatos que hay junto a la cama. Que en mitad de los grandes adelantos tecnológicos con los que se rodea a una parturienta (monitores, hormonas artificiales, suero fisiológico en vena) la medición de la apertura del cuello del útero sería un procedimiento electrónico sofisticado más.

    Nada más lejos.

    La apertura del cuello del útero se mide a mano.

    A mano, literalmente.

    Una persona llega, se pone un guante, y mete la mano por tu vagina hasta palpar el cuello del útero. Y dependiendo del número de dedos que pueda colocar en el mismo, y de la medida que más o menos tenga asociada a esos dedos, te dirá una medida en centímetros.

    Yo lo descubrí la segunda de las muchas, muchísimas veces que pasaron por allí para hacer la medición. Tuve la mala suerte de que el parto se estancó, y tuvieron que comprobarlo durante horas, y horas y horas.

    Lo peor es que todas estas personas anónimas llegaban, se ponían los guantes y te hacían algo que duele muchísimo: tocarte el cuello del útero. Después de muchas, muchas horas de espera y de soportar la televisión estúpida y fachilla de la vecina de al lado, estaba por fin de parto. Y como decía, que te toquen el cuello del útero jode muchísimo. No sólo duele, que duele y mucho: da dentera. Tiricia, que se dice en esta zona. Es como si tuvieras un gran globo encajado, y no sólo te duela que lo muevan, sino que además hace un ruidillo y vibra como si frotaras un globo. Como si alguien arañara una pizarra, pero no se oyera el sonido, sino que simplemente los huesos te vibraran a ese ritmo.

    Una vez.

    Y otra.

    Y otra.

    Cuando ya casi era la hora de comer, pedí la epidural.

    Si estaba acojonada y dolorida con los tocaúteros anónimos, ¿que ocurriría después, cuando tuviera que pasar el bebé?

     

    El anestesista se hizo esperar. Cuando llegó, me sujetaron entre varias enfermeras. Él no se dirigía a mí. Ellas me hablaban como si fuera una niña pequeña. Siéntate. Inclínate. Me tenían rodeada, entre abrazada y sometida, mientras hablaban entre sí de sus cosas. El parloteo flotaba en el ambiente, como una nube que no te dejara ver qué tienes delante.

    La cabeza del anestesista estaba junto a mi oreja derecha. La de la enfermera que me sujetaba por delante, junto a la izquierda.

    —¿Qué habla esta? —le preguntó él.

    —Hablo español, inglés, alemán y griego —le respondí yo, aunque por la postura miraba al suelo— ¿en qué quiere que le hable?

    El anestesista hizo un sonido raro, como si de repente yo hubiera aparecido de la nada. Como si, de repente, la vaca a la que está atendiendo se hubiera puesto a hablarle al veterinario.

    —En español está bien.

    Ya me lo imaginaba yo.

     

    Normalmente se cuenta que la epidural es una anestesia, pero normalmente se dicen muchas tonterías.

    La epidural es en realidad una analgesia. Eso quiere decir que una vez empieza a hacer efecto, pierdes la sensibilidad al dolor de la cintura para abajo. Sin embargo, todo el resto de sensaciones sigue ahí.

    En mi caso perdí también el ritmo de apertura del famoso cuello del útero. Es cierto, ya no me dolía cuando venían a comprobar si había dilatado.

    La buena noticia es que la epidural es una analgesia, con lo que ya no dolía. La mala es que la epidural no es una anestesia, con lo que seguía sintiendo la sensación de que frotaran un gran globo que, resulta, tienes bien dentro.

     

    El parto estaba definitivamente estancado, a pesar de la oxitocina en vena. El monitor mostraba unas contracciones que yo ya no sentía. También indicaba, por el latido del corazón, que la niña en principio estaba bien.

    La niña estaba bien.

    En ese momento empezamos a preocuparnos, porque en teoría no puedes estar con la bolsa rota más de veinticuatro horas, y la ginecóloga la había roto la mañana antes, porque es peligroso.

    La niña seguía bien. Eso decía la línea que iba ondulando por el papel continuo de rayas verdes, que se acumulaba en el suelo.

    Yo tenía hambre, ganas de comer algo, de masticar, tragar, del descanso que supone. De dar un paseo, de distraerme de la ansiedad de fondo.

    La niña estaba bien pero no me iban a dar de comer, por si acaso teníamos que acabar en el quirófano.

    La niña estaba bien, pero la situación no recomendaba que me desconectaran de los goteros o el monitor.

    Todo iba bien, decía las caras sin nombre que iban entrando y saliendo de la habitación.

    Llegó el ginecólogo de pelo blanco. Se puso el guante y sentí de nuevo el movimiento, el empuje, el frote de globo.

    —Pónganle una *ina, —le dijo a una enfermera que había aparecido a su lado.

    —¿Una qué? Perdone, ¿qué es? —dije yo.

    De nuevo tuve esa sensación de «¡la vaca habla!». El médico se volvió hacia mí como si hubiera aparecido de repente de la nada, como si un bebé al nacer se hubiera girado y le hubiera preguntado la hora. Se recompuso y me contestó:

    —Es una medicina.

    Ahora me tocaba a mí parpadear.

    Efectivamente ¿Quién soy yo? ¿Una niña de cinco años que se ha colado en un quirófano? ¿Una vaca que pasaba por aquí?

    —Ya me imagino que es una medicina. Es más, veo la caja en la que está, allí, en ese armario que tengo delante.  Quizá no he hecho bien la pregunta. Lo que quería saber es ¿para qué sirve?

    —Es un relajante muscular.

    —Muchas gracias.

    ¿Nadie iba a tratarme como a un ser humano adulto, en pleno uso de mis facultades mentales?

    Me inyectaron una ampolla de la misteriosa caja que había tenido delante todo el día.  En ese momento no lo sabía, pero ese relajante no haría sino empeorar las cosas.

    Poco después empecé a perder consciencia de lo que había a mi alrededor.

    —Niña, te duermes. —Me dijo él.

    —No, yo no…

    —Te has vuelto a dormir.

    —Estás aquí. No puedo… no puedo, a ver, cuéntame algo. Me estoy quedando dormida. Me…

    —Hola otra vez.

    —¿Qué hacemos? No puedo…

    —Venga, canta, canta conmigo.

    Cantábamos una canción, pero yo no podía seguirla. Volvía a quedarme durmiendo.

    —Hola.

    —No ha funcionado.

    —No.

    El monitor seguía marcando el papel continuo. El montón de papel en el suelo era cada vez más alto.

    La niña estaba bien.

    —Tengo miedo.

    Y tenía mucho miedo. Tenía miedo de abrir los ojos y ver algo muy distinto de lo que tenía delante cuando los había cerrado. No conseguía mantenerme despierta. No podía ponerme de pie. No podía comer. No podía esperar, porque no podía mantenerme consciente. No podía hacer absolutamente nada.

    Pasaron las horas, pero sólo recuerdo momentos de miedo y espacios en blanco.

    Al final, una de las chicas que había llegado en el último cambio de turno dijo algo.

    —Ocho.

    Era más o menos esa hora, pero ella hablaba de centímetros.

    —¿Ocho? Faltan aún dos, entonces.

    Con diez centímetros ya está todo listo. Pero parecía que no íbamos a llegar.

    —Vamos a ir al paritorio ya. Llevas aquí mucho tiempo.

    En eso estábamos de acuerdo.

    —Ah, una cosa: va a ser con instrumental. Él no va a poder entrar.

    Y en cierto sentido, fue un alivio, porque lo siguiente no iba a ser nada bonito.

     

    No sé cómo, me encuentro en el quirófano. Por la abertura de la puerta le visto pasar por el pasillo con el gorro verde de papel y esos patucos de aspecto absurdo. En cierto sentido, estoy contenta de que no esté aquí. Esto sería mucho para él.

    Está siendo también mucho para mí. Han llegado los dos ginecólogos: el comunicativo de cabello cano maneja una especie de gran aspiradora industrial, con tubo largo y de aspecto feo. La chica que rompió la bolsa esta mañana está subida al potro conmigo. Tengo la espalda apoyada contra una mesa y las piernas subidas y separadas en unos soportes. No puedo moverme, excepto para levantar la cabeza y un poco el tronco. Tampoco es que pueda mover mucho otras partes de mi cuerpo.

    Recuerdo fogonazos.

    El ginecólogo que tengo delante maneja el aparato con pinta de aspirador. Pero aquí no se llama aspirador, es una ventosa. No sé cómo la ha puesto, pero sé que la sensación que produce es de un desatascador de goma frotándose contra un globo muy hinchado. Me da la impresión de oír el sonido de globo rascado por encima del rumor del aparato.

    Tiran, y tiran, y giran.

    —¡Empuja, empuja! ¡Empuja cuando tengas una contracción!

    Con la epidural no sé cuándo tengo una contracción. Tienen que decírmelo por lo que vean en el famoso monitor. Yo no sé ni dónde está. ¿Habrá cortado alguien el papel que sobraba antes de traerlo? ¿Está aquí, en algún sitio donde no lo vea?

    —¡Empuja ahora!

    Yo estoy empujando, pero no sé si sirve de algo. No noto nada más que la sensación de frotar muy, muy, muy fuerte el globo. Está atascada. ¿Estará bien? ¿Saldremos de aquí?

    —Venga, una más y para cesárea.

    —¡Empuja! ¡Venga, empuja ahora!

    —¡Estoy empujando!

    —¡Empuja! ¡Empuja! ¡Empuja con el culo! ¡Con el culo! —grita a todo volumen la dulce ginecóloga que está subida sobre mí, empujando ella con los brazos sobre la barriga, mientras el otro ginecólogo tira por el otro lado.

    Miro la puerta. No hay nadie. Menos mal, menos mal que no le han dejado pasar. Esto él no podría verlo.

    Gritos. El globo. Gente por todas partes.

    —Vamos a cesárea.

    —Una más.

    Más gritos. El rugido del aparato. Esta chica que no conozco de nada y que dice ser ginecóloga sigue con las manos firmemente plantadas sobre mi barriga, y empuja hacia abajo. Del ginecólogo apenas veo asomar el pelo blanco, que recuerda a un médico detective de la tele.

    —Vamos a subirla ya. Esto no va.

    —La última.

    Creo que el médico de la serie era divertido. Este hombre no me parece divertido ni me inspira la menor confianza. Ahí está. Yo prometo que estoy empujando.

    Quién será, cómo se llamará, qué cosas harán de las que no sabré nada nunca. Veo su cabeza entre mis rodillas, tira, tira y tira. La máquina sigue haciendo ruido. Se me antoja que parece medio R2D2, pero en gris. Medio R2D2 maligno.

    —Aquí tienes, tu hija.

    Me deja encima de la barriga un trocito de carne resbaloso y oscuro, como si fuera un gato sin pelo untado con mantequilla y bañado en sangre, pesa más menos lo mismo, resbala mucho, Dios mío que no se caiga, que no se caiga.

    Está de espaldas y no le veo la cara.

    Que no se caiga. Resbala, ahora resbalamos las dos. Me da mucho miedo que se caiga al suelo.

    —Mi hija, mi hija, mi hija, mi hija.

    Estoy llorando.

     

    El siguiente fogonazo es la ya conocida cabeza del señor de pelo blanco. Su cabeza asoma de nuevo entre mis rodillas. La placenta ya salió y se la llevaron. Ahora mira mi entrepierna con interés.

    —De buena nos hemos librado aquí —dice con tono de alivio.

    ¿Nos?

    De repente noto unos tironcitos, como si alguien hubiera pegado un poco de cinta adhesiva a una ropa que no llevo y estuviera tirando. Me doy cuenta de que está cosiendo cuando le veo levantar la mano con la aguja y el hilo. Cose con atención.

    Se queda mirando el resultado.

    —Nah. No…

    Con algún tipo de instrumento deshace los puntos. Siento de nuevo los tirones mientras saca el hilo. En el fondo, me alegra que si no le ha gustado el resultado, lo deshaga.

    Con gesto decidido, me cose de nuevo.

     

    Mientras mi hija está en alguna parte. ¿Dónde estará?

    Poco después me llevan a una habitación blanca. Allí están los dos, mi nueva familia más cercana. Ambos llevan gorro: él verde, ella blanco. Está despierta, tranquila, con los ojos abiertos. Está dentro de una caja de plástico trasparente.

    Me pregunto si las dos tenemos la misma cara de colocadas felices.

    Quiero cogerla. Tiene la cara hinchada y roja. Es mi hija, pero aún no la conozco. Su cara no me es familiar. Es una sensación extraña.

    Me la pongo al pecho, como me han dicho mil veces, como he leído en todas partes.

    Al rato llega una enfermera.

    —Ah, ya la tienes. Muy bien, eso te iba a decir.

    Ya la tengo. Ya todo ha salido bien, pienso. Ya puedo respirar tranquila. Ya ha salido todo bien.

    Estoy equivocada, pero no lo sé aún.

     

    Hace ya tres horas que soy madre de esta bolita envuelta en una sábana y estoy un poco perdida. Llora y es normal, pero todo el hospital duerme. Es medianoche. Lo más probable es que tenga hambre. Intentamos calmarla a cuatro manos pero no parece dar resultado. Me la pongo al pecho pero no funciona. Probablemente esté haciendo algo mal, pero no sé qué.

    Finalmente, aparece una enfermera. Imagino que querrá ayudar con la lactancia, o decirnos que vayamos a otro sitio donde no se despierte la compañera de habitación o su bebé.

    —Toma, dale esto.

    —¿Un biberón? Pero, la lactancia…

    —Nada, por un biberón no pasa nada. Dáselo. Tiene hambre.

    Le doy el biberón. Se duerme.

    Pronto empezamos con lo de no tener ni idea de si algo que hemos hecho está bien o mal.

     

    A la mañana siguiente, cuando el pediatra reconoce al bebé, nos dan la noticia.

    Tiene una fractura en la clavícula. Es normal.

    ¿Una fractura en la clavícula? No me suena que eso sea muy muy normal, pero al fin y al cabo, ¿quién soy yo aquí? Ya hemos visto, cuando se le cayó el gorrito que le habían puesto en el paritorio, que tiene toda la coronilla desollada de la ventosa, pero no nos imaginábamos lo del hueso roto. ¿Por eso lloraba?

    Se la llevan para confirmarlo con una radiografía.

    Vuelve el pediatra, un chico joven y simpático, y dice que la radiografía confirma el diagnóstico anterior.

    —¿No quieres ver la radiografía, no?

    —¿Por qué no iba a querer verla?

    Me ha extrañado la pregunta, porque siempre que me he hecho una radiografía la he visto, y supongo que es lo normal. ¿Por qué no iba a querer ver lo que le ha pasado a mi hija? Es mi trabajo ahora preocuparme por cómo está, hasta que ella pueda hacerlo por sí misma. Quizá no pueda ver bien lo que significa, quizá no pueda interpretarla bien, pero no es razón para no verla. Quizá se vea solo un hilo negro en mitad de un hueso, y me tenga que explicar dónde es exactamente que se ha roto. Qué extraño es esto.

    —¿Seguro?

    —Hmm, ¿mmsí? Seguro.

    Me enseña la radiografía.

    Le han roto un hueso. Se lo han roto muchísimo. Le han roto un hueso al sacarla. Se ve claro como el día. Se ve tan claro que me asusto. Es como una ramita rota, las puntas totalmente separadas. Como las vías del tren en un cambio de agujas, las dos partes del hueso miran arriba y abajo. Ni se rozan.

    Mi niña, mi niña rota.

    Por dentro, poco a poco, el corazón me vuelve a su sitio mientras mantengo la calma. Ha sido como pisar un escalón que no está ahí.

    Poco a poco vuelvo a la normalidad.

    —Esta fractura es totalmente normal. Se curará sola, sin dejar rastro. Quizá de mayor, tocando el hueso, note un saltito, pero no es nada.

    Fractura. Fractura, no fisura, me corrijo mentalmente.

    Nada, dice.

    Tengo que escuchar mejor. Ahora lo hago por encargo.

    —Os daremos un volante para unos meses de rehabilitación. Ella tenderá a no usar ese brazo, para que no le duela. En rehabilitación le estimularán los nervios del hombro para que lo mueva, con unos cepillitos, esponjas… eso también lo podéis hacer vosotros en casa. Mientras, no la acostéis de ese lado.

    Mi niña, que lloraba.

     

    Ahora, en los cumpleaños, miro a las madres, que también estaban allí ese día. El día en el que, como a través de una magia oscura e incomprensible, empezó a dolerles otra persona.

    Ese día por fin comprendí que todo cumpleaños es el aniversario de un parto.

    Felicidades.

     

    Epílogo a «La Vaca»

    Parece que, sin querer, escribí un relato autobiográfico de terror y drama, y no he avisado: lo siento. Yo ya estoy curada (¿de espanto?); esto fue hace mucho tiempo. La niña está bien, y tuve otro más. Lee aquí el resto del epílogo.

     

     

  • Nicaragua, con tus propios ojos (III): poesía, Darío y Borge

    Nicaragua, con tus propios ojos (III): poesía, Darío y Borge

    Decíamos ayer, que nosotras no comprendíamos qué fascinaba tanto a Roberto Sáinz la casa en la que creció, hasta que la vimos. Le habían puesto el nombre del gran héroe nacional: Rubén Darío, el padre del modernismo (este poema, Divagación, gustará a los traductores del público). Para el resto:

    Lo fatal

    Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
    y más la piedra dura porque esa ya no siente,
    pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
    ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

    Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
    y el temor de haber sido y un futuro terror…
    Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

    y sufrir por la vida y por la sombra y por
    lo que no conocemos y apenas sospechamos,
    y la carne que tienta con sus frescos racimos,
    y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

    ¡y no saber adónde vamos,
    ni de dónde venimos!…

    —Lo saqué de: Lo fatal, Poemas de Rubén Darío

    Nicaragua es un país que adora la poesía e idolatra a los poetas.

    En ese sentido es un poco como Granada. Ya nos decía Ricardo Muñoz en clase: en Granada [hablaba de España], tienes suerte si eres el mejor poeta de tu patio de vecinos.

    Todo esto nos lo había contado algo antes de ver los monumentos de los revolucionarios.

    Flash forward hacia Granada

    Roberto Sáinz, ex viceministro de Educación de Adultos, nos enseñaba los monumentos a los revolucionarios y nos dijo que todo granadino (de Granada, Nicaragua) dice haber nacido en la calle de la Calzada. Así que voy a hacer un pequeño flash forward y os la voy a enseñar.

    Empezaré diciendo que Granada, Nicaragua, es preciosa.

    Aquí comienza la calle de la Calzada.
    Aquí comienza la calle de la Calzada.

    Esto es lo que ves si avanzas hacia el lago. Es una calle peatonal, llena de cafés, restaurantes, terracitas…

    Hablando con Jeffrey McCrary (más sobre él, más tarde), en Granada (Nicaragua) con mi camiseta de la Universidad de Granada (España).
    Hablando con Jeffrey McCrary (más sobre él, más tarde), en Granada (Nicaragua) con mi camiseta de la Universidad de Granada (España).

    Y de repente, el Hotel Darío

    Roberto nos contaba con orgullo que el Hotel Darío había sido su casa. ¿Qué era tan especial? Pues… vaya. Sí.

    Hotel Darío, Granada, Nicaragua
    Hotel Darío, Granada, Nicaragua

    Aquí vivían 27 personas, 20 de su familia y 7 de servicio. El mundo es un pañuelo y Nicaragua es, además, muy pequeña. Eran diez (¡10!) hermanos, y la revolución les separó también ideológicamente, en un sentido y en otro (puede leerse sobre eso en este libro que ya cité).

    Vista desde la puerta hacia el patio del Hotel Darío
    Vista desde la puerta hacia el patio del Hotel Darío

    (Madre mía, aquí parece que hay un modelo en 3D).

    Mis fotografías no hacen justicia a la belleza y paz del lugar. ¿Es que todas las Granadas te obligan a volver, volver, volver?

    Borge

    Uno de los pocos murales que vi, a pesar de que me habían dicho que vería muchos. Estos son Carlos Fonseca, Daniel Ortega y Borge. ¿Quién falta y quién sobra? Ja.
    Uno de los pocos murales que vi, a pesar de que me habían dicho que vería muchos. Estos son Carlos Fonseca, Daniel Ortega y Borge. ¿Quién falta y quién sobra? Ja.

    Pero estábamos hablando de los monumentos a los revolucionarios.

    Monumento a Carlos Fonseca, Managua, 1980
    Monumento a Carlos Fonseca, Managua, 1980: Carlos es de los muertos que nunca mueren.

    ¿Qué pasa con vuestros indignados? Nos preguntó Roberto Sáinz. Él estaba indignado por la piñata (la corrupción y robo desde el gobierno sandinista en los 80, cosa que ha sucedido a mucha mayor escala en España). Estaba orgulloso de la futura ley de protección a la mujer (contra la violencia «de género» digamos, pero eso contra la violencia a la mujer). La situación de la mujer en Nicaragua es precaria, en parte, porque el 27% de las nicas de entre 15 y 19 son madres ya. De pasada, mencionamos a Borge.

    Vaya un personaje, Borge.

     

    Managua, 1980
    Managua, 1980. Mi padre le da la mano durante un concierto de los Godoy.

    Así describe el propio Borge esa época, en varias entrevistas:

    Borge en el ABC

    «Habíamos llegado al poder cubiertos con un aura de santidad. Éramos ‘los muchachos’, héroes del pueblo que habíamos liberado. Pero luego vino la guerra [frente a la insurgencia contrarrevolucionaria apoyada por Estados Unidos: la Contra], las presiones, la crisis económica y los errores, y los héroes que éramos nos convertimos en reyes. Hubo un grado de arrogancia de los miembros dirigentes del FSLN, que teníamos tanto poder que la gente nos miraba como reyes, y nosotros actuábamos como reyes. No siempre fuimos consecuentes con la responsabilidad histórica que teníamos con la Revolución», declaraba en 2009 a ‘El nuevo diario’.

    ABC, 1 de mayo de 2012 (los destacados son míos).

    Borge en el Diario de Cuba

    En 2006 fue acusado, junto a Ortega y otros líderes sandinistas, de genocidio y crímenes de lesa humanidad ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) por delitos supuestamente cometidos también en los años 1980 contra comunidades indígenas asentadas en el Caribe de Nicaragua.

    En una entrevista concedida a La Prensa en años recientes, Borge se quejó de que solamente se mencionaban sus errores y no se valoraran otros hechos.

    «Nadie reconoce que yo fundé las cárceles de régimen abierto, donde los prisioneros estaban sin custodia y sin reja. Nadie reconoce que yo fundé la cárcel de La Esperanza, de mujeres. Nadie lo reconoce. Nadie lo recuerda. Sólo recuerdan nuestros errores que cometimos, como haber establecido la censura de prensa, que a estas alturas creo que fue un error», dijo.

    Afirmó que muchas de las acciones que se le atribuyeron fueron «mandatos» de la Dirección Nacional del Frente Sandinista, integrada por nueve comandantes, entre ellos él. «Yo no podía por mi propia cuenta tomar decisiones», alegó. (..)

    «Para una buena parte de los representantes de la Revolución Nicaragüense, Tomás Borge buscó encarnar la corriente libre y el carácter original del movimiento. Pronunció los mejores discursos, tuvo los gestos más grandes y disfrutó del contraste entre su personalidad legendaria y el Ortega introvertido y carente de gracia. Grandioso e impredecible, Borge podía ser severo por un lado y extremadamente generoso por otra. Era un buen amigo de sus amigos», dijo escritora y ex militante sandinista Gioconda Belli, en declaraciones a la AP.

    Después de 1990, «tengo la sensación de que él renunció a sus ilusiones revolucionarias. Su lealtad a Ortega fue pragmática y buscó salvaguardar su supervivencia política y económica. Ortega le dio la dimensión de símbolo revolucionario e hizo que se convirtiera en una sombra de sí mismo. Terminó como una figura tragicómica», añadió.

    De baja estatura, pero de complexión fuerte, Borge se jactaba de nadar 1.500 metros y de su vigor sexual.

    Diario de Cuba

    Borge en CNN México

    «Voy a morir con la frente levantada, porque he cumplido con mi deber, porque he sido leal a mis principios, a mis compañeros (…) he sido leal a mis amigos, he sido leal a la bandera rojinegra, no tengo otra bandera que esa», dijo meses antes de su muerte, en entrevista televisiva. (…)

    Borge fue aficionado a la poesía y la escritura. Es autor de los libros La paciente impaciencia, una obra biográfica que ganó el Premio Casa de las Américas; Un grano de maíz, que ataca las intromisiones de Estados Unidos en Nicaragua y Salinas, dilemas de modernidad, que retrata al expresidente mexicano Carlos Salinas.

    CNN México, 5 de mayo de 2012

    Borge en La Prensa, una entrevista gloriosa que me gustaría copi-pegar entera

    Hace algunos meses, en Panamá, dijo que quiso tanto al escritor argentino Julio Cortázar, que si aquél «le hubiese pedido que hicieran el amor, lo hubiese hecho».

    (…)—¿Qué tanto ha cambiado Tomás Borge en los últimos años? Digo esto porque usted antes caminaba un aparataje militar enorme y ahora me lo he encontrado haciendo fila en el cine.

    —Ahora me doy cuenta que todo aquel aparataje era absolutamente inútil. Sobrancero. Era una especie de despilfarro del presupuesto. No obstante, a pesar que yo andaba en efecto con ese aparataje, siempre hacía fila para entrar al cine o para cualquier otro menester en el que había que hacer fila. Nunca dejé de hacerla. A mí me estorbaba el aparataje. Algunas veces me escapé. Siempre me localizaron, y era, al parecer, una situación inevitable, la cual agradaba a algunos dirigentes de ese momento, y a otros no. Era una especie de imitación mecánica de los países socialistas. Como los asesores provenían de esos lugares, ellos montaron esos aparatos, que en algunos casos fueron muy útiles.

    —Mucho de eso era para simbolizar el poder.

    —Probablemente. Algunos incluso sostenían esa tesis, de que el poder requería de una imagen. A estas alturas, con toda la experiencia que hemos vivido, con toda el agua que ha pasado por el puente, me doy cuenta que la imagen del poder real no es esa. El poder verdadero no requiere de vestiduras.

    (..)

    —Se oía hablar mucho de las correrías de Tomás Borge.

    —Siempre se exagera. Yo dije una vez que quería tanto a Julio Cortázar que si él hubiese sido homosexual y me lo hubiera solicitado, yo hubiera aceptado hacer el amor con él, porque lo quería tanto. Pero de ahí no podés interpretar que yo soy homosexual.

    —Mucha gente interpretó eso.

    —Era una manera de decir cuánto lo quería. Sin embargo… ¿crees que soy homosexual?

    —No sé, dígame usted.

    —No, no tengo ningún prejuicio con los homosexuales, pero no lo soy. No lo soy. Pero los respeto. A las lesbianas y los homosexuales los respeto.

    —¿Lo que dijo sobre Cortázar en Panamá le trajo críticas aquí en Nicaragua?

    —No, chistes nada más, de mis compañeros.

    —¿Por ejemplo?

    —Pues ideay, «no lo sabíamos»… Nadie lo tomó en serio.

    La Prensa, 29 de septiembre de 2002 (La Prensa es el diario conservador de Nicaragua, anti-somocista, cuyo director fue asesinado —por orden de Somoza, probablemente—, quemado por la guardia somocista como última orden de Somoza, censurado por Borge, cuya directora, viuda del director asesinado, acabó siendo la presidenta Violeta Chamorro, financiado por la CIA, anti-corrupción, neo-liberal… la historia de La Prensa da para varias películas).

    Estábamos frente a los monumentos

    El de Carlos Fonseca: «Carlos es de los muertos que nunca mueren».

    Monumento a Carlos Fonseca, Managua, 2013
    Monumento a Carlos Fonseca, Managua, 2013

    Y el de Borge: 30 de abril de 2012.

    Monumento a Borge, Managua, 2013
    Monumento a Borge, Managua, 2013

     

    Y como os decía el poema de Rubén Darío al principio:

    y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

    ¡y no saber adónde vamos,
    ni de dónde venimos!…

    [Pronto] el relato del viaje, de nuevo, CONTINUARÁ…

  • Un poco de azúcar, un poco de sal

    Un poco de azúcar, un poco de sal

    El día de mi boda, hace ya nueve años, mi familia me preguntaba con mucho interés quién era esa señora de pelo corto y blanco sentada a mi mesa, al lado de mis padres. La respuesta es simple, pero no corta.

    Cuando me fui de Erasmus me equivoqué en tres cosas importantes que cambiaron mi vida.

    La primera fue irme cuatro meses en vez de un año entero.

    La segunda fue irme a Alemania en vez de a Grecia.

    La tercera fue hacerle caso a mi coordinadora española, que no tenía ni idea de nada, y rellenar la solicitud de alojamiento y el acuerdo de convalidación como ella me dijo.

    Pero si no hubiera ido a Alemania, si no le hubiera hecho caso a mi coordinadora, si no hubiera cometido todos esos errores, no habría conocido a esa señora sentada a mi mesa.

    Esta es la historia de esos tres errores y de cómo conocí a Benita.

    —*—

    Empecemos con el primero, la de irme cuatro meses en vez de un año entero. Si hubiera ido para un año entero no me habría tomado las cosas con tanta provisionalidad. «Total, para el tiempo que voy a estar aquí». Quizá me habría puesto internet en casa, o habría buscado un piso compartido con alemanes, para hablar más.

    La verdad es que para haber ido a aprender a hablar un idioma, pasé demasiado tiempo sola y sin hablar.

    —*—

    Lo de Alemania en vez de Grecia… qué queréis que os diga. Siempre he tenido vocación de pobre. En mi vida siempre he buscado cuál era el mejor lugar del mundo para ser pobre, y os voy a contar un secreto: Alemania no es ese lugar.

    —*—

    El tercer error fue hacerle caso para rellenar los papeles a mi coordinadora, una profesora de alemán de mi facultad que llevaba años gestionando este programa. ¿Por qué lo hacía si no tenía ningún interés, y era un puesto no remunerado? Poco después de llegar a Alemania, y pasar semanas sin respuestas a nuestros desesperados correos electrónicos, unos alumnos de otros años nos dijeron que perdiéramos la esperanza. Muchos profesores extranjeros de nuestra facultad aceptaban el puesto porque aprovechaban los billetes de subvencionados para volver a su país y visitar a su familia, cuando deberían visitar a los profesores de los distintos centros en los que estábamos.

    Todo esto sucedió en una época en la que teníamos internet, pero Google no existía aún. La traducción automática era una basura total, lo que nos aliviaba bastante como traductores, pero nos ayudaba poco a comprender los formularios que nos habían enviado por correo ordinario. No podíamos saber con facilidad dónde estaban las residencias, si cerca o lejos de la facultad, ni qué opinaban los alumnos de otros años de ellas, ni qué había en el barrio… no había casi nada de las cosas a las que ahora estamos acostumbrados antes de llegar a un sitio: buscarlo en Google Maps, ver la calle, opiniones locales… nada de eso.

    —No hace falta que rellenéis lo de la residencia — nos dijo en una tutoría conjunta a varios de los que nos íbamos ese año. —Total, os asignarán una pero os van a dar la que ellos quieran.

    No lo rellenamos, y enviamos los papeles sin ese dato. Sé que os lo veis venir, pero efectivamente, pasaba el tiempo (meses, el verano) y no nos asignaban residencia. La coordinadora estaba, por supuesto, desaparecida en combate.

    Compré los billetes de avión para ir en el mismo vuelo que mi mejor amiga, que hablaba bastante más alemán que yo (que hablaba alemán, para decir la verdad), pero luego ella cambió de idea y retrasó su viaje. Como me había apuntado al carné internacional de estudiante para conseguir un descuento en el vuelo (esto también fue antes de los vuelos de bajo coste), me habían mandado una guía de albergues con descuento. Miré en Colonia y lo único que encontré que parecía tener plazas y algo de sentido (¿hoteles de cuatro estrellas?) fue la Naturfreundehaus Köln-Kalk.

    La Naturfreundehaus era un albergue juvenil de una asociación de amigos de la naturaleza o algo así, a pesar de estar relativamente céntrico en Colonia. Tenían plazas, pero solo para los cinco primeros días, los que eran entre semana: el sábado era la maratón de Colonia y estaban completos. Lo mismo pasaba en la mayor parte de los alojamientos de precio razonable.

    Esto me ponía un poco nerviosa, pero era mejor llegar con algún alojamiento que con nada, y en una semana probablemente habría conseguido resolver mi problema. Intenté adelantar papeleo, como abrir una cuenta en el Deutsche Bank, pero no fue posible. Literalmente nos dijeron que «en el Deutsche Bank España somos un banco diferente a Deutsche Bank Alemania; somos dos bancos muy amigos, por así decirlo, pero bancos diferentes. Si abre una cuenta aquí, será igual que una cuenta española de cualquier otro banco, no podrá acceder a ella con normalidad como si fuera una cuenta local».

    Cuando llegó el día de irme, que mis padres me dieron dinero en efectivo para vivir un mes, pagar el alquiler del primero y la fianza, y algo extra para imprevistos. Lo cambiamos a marcos (sí, esto fue también antes del euro) y lo metí en un cinturón de esos típicos que se llevan debajo de la ropa con un elástico.

    Aterricé en un día de sol, y cogí un taxi en el aeropuerto. El taxista era un señor turco muy simpático que conducía su Mercedes por la autovía con toda tranquilidad a 180 kilómetros por hora. Yo ya sabía que allí era perfectamente legal, pero aun así estaba impresionada por el viaje. Me preguntó que si era la primera vez que venía a Alemania, y conseguí chapurrear que sí, y mi primera impresión:

    —Me gusta, es todo muy muy verde.

    —Sí es cierto, es muy verde.

    Para eso mi alemán sí que daba. Por lo que he visto de Turquía, hay zonas que se parecen más a Murcia que Alemania. Viniendo de un clima subdesértico, Colonia en septiembre era un vergel. Todavía no había comenzado el otoño lluvioso y oscuro. Bueno, ese martes hacía buen día. Aún. Qué invierno más largo pasé.

    —*—

    Llegué y la encargada del albergue, una señora también muy simpática, me indicó cuál era mi habitación. Era individual, ciertamente acogedora, pero no tenía llave para cerrarla desde fuera. Me dijo que si mi maleta tenía llave, guardara todas mis cosas allí.  El albergue era una construcción de dos pisos, con un dibujo hecho con hierro forjado en la fachada blanca lisa. En el segundo piso había cuatro ventanas, y mi habitación tenía una de ellas. Desde la ventana se veía a la entrada de gravilla y el jardín delantero de la casa.

    A la mañana siguiente me la volví a encontrar en el desayuno. Era muy temprano y acababa de preparar una especie de pequeño bufé con zumos y algunos bizcochos caseros. Me explicó de qué era cada uno, y empezamos a hablar. Yo no podía decir gran cosa en alemán, pero ella hablaba muy buen inglés, que yo sí dominaba ya. Desayunamos así, conversando, todos los días, y le contaba cómo iban avanzando mis gestiones para que me asignaran el alojamiento que me correspondía, pero que yo, sorpresa, no había solicitado bien en su día.

    —Todas las residencias están ya completas, pero el acuerdo con mi Universidad es que tienen que proporcionarme alojamiento. Creo que ya he averiguado con quién tengo que hablar en las oficinas centrales.

    —Eso está muy bien, ya verás como todo se arregla.

    —Eso espero.

    La oficina de atención a los estudiantes extranjeros tenía bastante cola. Mientras esperaba, llegaron dos chicas rubias de piel muy blanca y se sentaron detrás de mí. Me dio la impresión de que hablaban en ruso. Qué curioso escuchar ruso, pensaba yo, qué internacional.

    De pronto, sin embargo, una de las palabras sonó como un taco español. Qué extraño. De repente, fue como si un interruptor mental se activara.

    No estaban hablando en ruso.

    Era catalán.

    Hablamos y tenían un problema parecido al mío. Entré yo primero, pero la chica que me atendía no hablaba ni una palabra de inglés ni de español. Mi alemán no bastaba en absoluto para explicar mi problema, así que me pasaron con la jefa. Me ofrecieron una silla en mitad de su despacho y ella empezó a gritarme desde detrás de su mesa, eso sí, en un perfecto inglés.

    —¡No sé qué ocurre con vosotros los españoles de Granada! ¡Llegáis aquí sin saber nada, sin haber preparado nada y queréis que os resolvamos vuestros problemas! ¡Queréis que os lo den todo hecho!

    No me quedaba duda de que si los demás venían instruidos por la misma persona, ese sería probablemente el caso: vendríamos con problemas muy gordos, porque en nuestro lado alguien sistemáticamente hacía mal su trabajo. Pero alguien tendría que ayudarnos a solucionarlos, sobre todo si en este lado era su trabajo. Pero no comprendía cómo eso era culpa mía, o por cierto cómo ponían a trabajar en un departamento de alumnos extranjeros a una persona que sólo hablaba alemán.

    —Venís aquí a quejaros y sin tener ni idea de alemán.

    Bueno, venimos a aprender alemán.

    Finalmente me dirigieron a la oficina que gestionaba las plazas de las residencias, no sin que yo pasara llorando un rato largo. Cuando salí de allí me encontré una papelería técnica, y compré papel y lápiz. Dibujé un rato en la parada del autobús hasta que conseguí recuperar la calma, y volví al albergue.

    —*—

    Al día siguiente, después de desayunar con Benita (ya me sabía su nombre) me fui a la nueva oficina que me habían indicado. Efectivamente, tenían mis papeles y estaba en los primeros puestos de la lista de espera por ser Erasmus: podrían darme cualquier plaza que surgiera y yo solicitara, pero primero tendría que aparecer alguna, y en ese momento estaba todo completo.

    De todo esto me enteré porque un chico muy majo que había conocido en la sala de espera (un fotógrafo brillante ultracatólico, descubrí después) se ofreció a hacerme de intérprete.

    Menuda traductora estoy hecha, pensé.

    Me dieron la dirección de la oficina de gestión de una residencia concreta en la que quizá pudieran ayudarme, pero que ese día había cerrado ya. Me quedaba un día de alojamiento antes de la maratón de Colonia que tenía todos los alojamientos de la ciudad copados.

    —*—

    Todas las ciudades tienen un lado malo del río: cuando por fin conseguí un mapa pude ver que el albergue estaba en ese lado malo del río, realmente en el centro geométrico de la ciudad pero lejos de todos los sitios a los que yo tenía que ir. Estaba gastando mucho dinero en transporte sin necesidad, puesto que el carné de estudiante sirve como abono de transportes durante todo el curso. Pero como no tenía dirección, aún no me habían dado mi carné de estudiante de la Fachhochschule Köln. Por la misma razón, tampoco había podido abrirme una cuenta bancaria. Como mi habitación en el albergue no tenía llave, llevaba el dinero conmigo todo el rato, lo que me tenía bastante inquieta.

    Hice la maleta y dejé la habitación. El portátil se quedaba dentro de la maleta cerrada con llave y combinación: Benita me la guardaría en su despacho.

    Fui a la oficina final a primera hora de la mañana del viernes. Conseguí comunicarme con los encargados de la oficina: uno de ellos era un estudiante italiano que ayudaba por allí. Me dijeron que era día de entrega de llaves. Estaban desalojando uno de los edificios, y que una habitación se quedaría libre, pero que tendría que volver a última hora. Al parecer, poco a poco todos los estudiantes se estaban yendo a otros destinos porque iban a derruir el edificio. De esto no me enteré hasta bastante más tarde, pero al parecer el ministerio alemán de salud lo había declarado insalubre, y por eso lo echaban abajo. En cualquier caso, ya podían decirme cuál sería mi dirección definitiva.

    —Pásate de nuevo a eso de las 12 y lo tendremos listo. Mientras, como ya tienes tu dirección, puedes acercarte a un banco y abrirte una cuenta, porque la necesitaremos para hacer el contrato y domiciliar el alquiler.

    ¡Aleluya! Tenía alojamiento, tenía dirección como las personas normales, y ahora me dejarían hacerme una cuenta bancaria.

    —¿A qué banco voy?

    —Hay varios en la calle principal, cualquiera servirá.

    Elegí el que tenía mejor pinta. Resultó ser un banco de funcionarios, cosa que no entendí muy bien, pero accedieron a abrirme una cuenta. Incluso tenían un programa para poder operar por internet. Mis padres eran las primeras personas que yo conocía que lo habían probado, y yo ahora tendría también una cuenta de ésas. Estaba emocionada.

    —Su tarjeta le llegará por correo la semana que viene, o si no puede pasarse por aquí a por ella. Mientras, puede sacar dinero en ventanilla con su pasaporte.

    Ingresé todo menos el dinero que tenía que pagar del alquiler, y me sentí mucho más segura.

    Cuando volví a la oficina del alquiler todavía tenía que esperar un rato, pero ya estaba tranquila. Por fin las cosas iban bien. Cuando la oficina cerró la hora de recogida de llaves, tenían habitaciones libres.  Sin embargo, la inquilina de la que me habían asignado no había devuelto las llaves, así que tendrían que darme otra diferente, más pequeña, para el fin de semana. El lunes me cambiarían de sitio. Les di los datos de la nueva cuenta, pagué en efectivo la fianza y el primer mes, y me dieron la llave de mi nueva habitación.

    Respiré, porque eran las doce y media de la mañana y tenía todo el día para mudarme.

    De repente, me di cuenta de que me quedaba muy poco dinero: más o menos el equivalente a un cartón de huevos, una barra de pan y un litro de leche, tal y como estaban los precios entonces. Tendría que ir a sacar el dinero que acababa de meter para pagar el albergue, y algo más para el taxi con la maleta y pasar el fin de semana. Qué despiste tan tonto.

    Volví al banco, y estaba cerrado. ¿Cerrado?

    Sí señores: en Alemania los bancos cierran a media mañana los viernes. Así empiezan antes el fin de semana.

    ¿Qué iba a hacer ahora?

    Empecé por echar andar. Mirando mi flamante mapa, tardaría un par de horas en llegar al albergue: estaba en la otra punta de la ciudad.

    Seguí andando.

    Y andando.

    Al rato me di cuenta de que no tenía sentido, y me colé en el tranvía. Lo pasé fatal, pensando que me pillarían enseguida. En Alemania los revisores van con unos perros que dan bastante miedo, y los que se cuelan en el transporte público tienen un nombre muy feo: Schwarzfahrer (viajeros negros, como el dinero negro). Pero me imaginé que si me multaban, tendría que pagar la multa cuando el banco estuviera ya abierto.

    Por el camino pensaba en cómo explicarle a Benita que no podría pagar el alojamiento hasta la semana que viene, y cómo distribuiría el dinero para no pasar mucha hambre esa semana. Probablemente pudiera pedir prestada una olla a algún otro estudiante y hacer huevos cocidos o algo así. Con media docena conseguiría no pasar mucha hambre.

    Llegué al albergue y todo era un remolino de actividad. Llegaban todos los corredores que tendrían el albergue a rebosar durante el fin de semana. En la puerta había una furgoneta de reparto con los ingredientes de la comida de los deportistas durante todo el fin de semana. Benita iba de un lado para otro coordinando gente. Intenté llamar su atención, y me dijo que esperara un momento: luego me llevó a su oficina para darme la maleta, y me preguntó que qué tal me había ido. Le expliqué como pude lo que me había pasado: que tenía habitación, que había abierto una cuenta, que el banco había cerrado.

    —Lo siento, lo siento muchísimo. Te pagaré el lunes, en cuanto abra el banco. No tengo nada de valor excepto mi portátil: te lo  dejaré para que sepas que vuelvo a pagarte.

    —No, no hace falta.

    —¿Qué?

    —Que no hace falta. Mira, vamos a hacer una cosa… —se acercó a su escritorio y miró su agenda. Luego cogió su monedero. —Toma, cien marcos. Con esto tendrás para el taxi y para comer este fin de semana.

    Tenía para eso y para muchísimo más. Era una pequeña fortuna, la mitad de lo que yo ya le debía por toda la semana de alojamiento.

    —El primer momento que tengo libre es el miércoles por la noche. Vente a cenar ese día y ya me pagas lo que sea. Te prepararé algo típico alemán. Ahora llamamos a un taxi, y llegas a casa enseguida.

    No me podía creer la suerte que había tenido yendo a parar a la casa de esta mujer.

    Ese fin de semana pude comer algo más que huevos cocidos con pan. Puede incluso comprar una sartén en la que cocinar la comida.

    El miércoles siguiente cenamos algo típico alemán, como ella había dicho. Resultó que no sólo los bizcochos del desayuno estaban espectaculares, sino que era una cocinera de primera. Durante la cena hablábamos de la comida española y alemana. Finalmente le dije que por qué no quedábamos la semana siguiente, y yo cocinaría para ella algo típico español.

    Y así, semana tras semana y por turnos, cada una cocinó para la otra lo mejor que sabíamos de la gastronomía de nuestro país.

    —*—

    Cuando vino Pablo de visita se lo presenté. Decidimos que era el momento de hacer la famosa paella española. Ya habíamos hecho lentejas. Tuvimos que ir a un delicatessen español a por azafrán. Yo fui directamente de la facultad. Pablo vino de casa con algunos ingredientes. Le había encargado gambas, y llego con una conserva en plástico. Eran gambas de lago, peladas, cocidas, en agua.

    Las eché a la paella sin muchas esperanzas. Al final sabían a lo mismo que el arroz. Eran diminutas para ser gambas, y grandes para ser granos de arroz. Pero por lo demás eran lo mismo.

    A Benita le horrorizó que le echara colorante a la paella. Yo siempre había visto a mi abuela hacerlo, así que para mí, para que fuera auténtico, tenía que llevar «tinte amarillo de ése».

    De nosotros dijo:

    —Sois como un globo. Tú eres el aire, y le levantas del suelo. Pablo es la arena, y te mantiene los pies en la tierra. Juntos voláis

    En este tiempo conocí también a su hijo, que era entonces un adolescente, y hoy es chef en Bonn. Con el tiempo ella dejó el albergue y abrió una empresa de organización de eventos educativos, que trabaja principalmente para el gobierno alemán. Ahora en el mejor de los casos quedamos cada dos años, pero cuando lo hacemos, seguimos cocinando para la otra.

    En aquellos oscuros meses de invierno en Alemania, comimos algo espectacular al menos una vez cada quince días. Vale: quizá el sauerkraut es mucho decir que fuera espectacular. Pero estaba bueno para ser sauerkraut.

    Me dio el mejor consejo de cocina que me han dado jamás: «a todo lo que le eches azúcar, échale un poquito de sal; a todo lo que le eches sal, échale un poquito de azúcar».

    Benita es mi héroe personal. No sólo porque sea la mejor cocinera del mundo o por su visión positiva de las cosas. Ni porque haya salido adelante sola como madre soltera, con su hijo, su empresa, su vida. Ni por haber hecho todo esto siendo superviviente de un cáncer. Es por todo eso y por algo que no sé explicar. Quizá porque por primera vez hice una amiga adulta, y en ella descubrí cómo era una persona realmente buena.

     

  • El cuento de la careta con sonrisa

    Es muy fácil elegir un personaje, y cuando no funciona, echarle la culpa al personaje, o cambiarlo, en vez de mirar hacia dentro y ver qué problema tenemos en realidad.

    Hay un cuento que oí en alguna parte y no he vuelto a encontrar.

    *Si sabes de quién es, déjame un enlace en un comentario.

    El cuento de la careta con sonrisa

    Érase una vez un niño que lo pasaba mal en el colegio.

    Un día, de camino, se encontró una careta sonriente, y se la puso.

    Al llegar al colegio todo el mundo se dio cuenta de que la llevaba. Al verle, la maestra le dijo:

    —Me estás poniendo nerviosa. Quita esa sonrisa de mi vista.

    —¿Que me quite el qué? —salió una voz de detrás de la máscara.

    —No me tomes el pelo o acabarás castigado. Quítatela.

    —¡¡Quítatela, no seas tonto, quítatela!! —gritaban los niños a coro.

    —No.

    —¡Basta, al rincón! Castigado mirando la pared.

    El niño se fue al rincón, aún con la careta sonriente puesta. Acabó la clase y los niños salían al patio. Unos se le acercaron.

    —¿Por qué no te la has quitado? ¡Ahora te quedas sin recreo!

    —Es la careta la que está castigada, no yo.

    Mi lema es verdad y risas, pero tiene un doble filo

    Este blog se aventura en mi vida personal, y a veces temo que se convierta en la versión oficial de mi vida. Gente que me conoce me para y me dice: ¡he leído tu blog! ¡qué bien te va! Como no publico artículos llenos de drama parece que no me pasa nada malo.

    Las cosas que digo o son verdad o son divertidas, y prefiero que sean ambas. Pero hay ciertas cosas que son verdad y no les encuentro la gracia, y hasta que no lo hago, no me sale de dentro publicarlas. Como si fuera una injusticia cargar a otros con tristezas que son mías, pero no con gracietas que sí.

    Hay muchas cosas que, dentro de la vida primermundista que tengo, se me dan mal, me ponen triste o me fastidian.

    Estas cosas están en el límite de lo que me atrevo a publicar:

    • Dos personas (que no se conocen entre sí) me han dicho que les doy miedo. (WTF?)
    • Se me mueren todas las plantas.
    • Se me acumula la ropa sucia. No plancho. Si la ropa en concreto es de planchar, o no me la pongo o me la pongo sin planchar.
    • Odio el caos. Y ordenar. Y mi casa siempre tiene alguna parte en total y absoluto caos.
    • Odio la suciedad. Y limpiar. Y mi casa siempre tiene alguna parte más sucia de lo tolerable.
      • Nota: sí, subcontrato arreglar estas dos últimas cosas.
    • Cuando estoy triste o me siento sola es mejor que no haya chocolate o dulces en la casa, o cerca de casa.
    • Los traductores que más trabajan en Matiz cobran (mucho) más que yo.
    • La mayor parte de mis amigos vive a unos 300km de aquí, más menos 60km.
    • Por lo anterior, si salgo suele ser a pasar el fin de semana. Y eso es caro, y un follón con los peques. Así que sí, salgo poco o nada.
    • Muchos días da igual, porque suelo llegar muerta a la hora a la que la gente sale.
    • Escribir esto no me ayuda. Es más, me da mucha vergüenza publicar esto.

    Por lo menos no me quedaré castigada en el recreo por llevar una sonrisa falsa. Hale, me voy a ver el Hobbit a ver si me animo. Que ustedes lo pasen bien.

  • Desde el principio (cuento muy corto)

    Desde el principio (cuento muy corto)

    Estrella

    Al principio no había tiempo ni espacio, pero a lo mejor durante un momentito, todo, todo lo que hay estaba en un sitio muy pequeño, como un dado del parchís.

    Entonces estaba caliente y estalló. Se formaron las estrellas y los planetas y el sitio que hay enmedio y el tiempo que pasa. Se formaron galaxias y en una había una estrella, y esa estrella se hizo grande y pequeña y se convirtió en una nube de polvo. De esa nube de polvo salió otra estrella y otros planetas, y en uno de esos planetas había un charco. En ese charco aparecieron unas células que se copiaban a sí mismas, y se copiaban iguales y se copiaban diferentes. Y entonces aparecieron las algas y las plantas y los dinosaurios.

    Los dinosaurios se murieron.

    Los dinosaurios se murieron, sí, pero ya se habían convertido en pájaros y mamíferos, y entre los mamíferos había monos, y los monos aprendieron a usar herramientas. Los monos se inventaron el pan y la cerveza, aprendieron a contar cuentos y a hacer libros y también se inventaron internet. Ya no eran monos, eran personas. Entonces dos células como las del charco del principio se juntaron, y naciste tú. Y esta noche hemos ido a la feria, y ahora te estoy contando este cuento. Tú estás hecha de estrellas, y eres mi estrella. Buenas noches, preciosa, que duermas bien.

    Buenas noches mamá. Tú también.

  • El orgullo y la libertad de ser uno mismo

    El orgullo y la libertad de ser uno mismo

    Madrid 2009

    Hoy es un gran día para salir del armario, pero en la vida, como el Google+, hay muchos círculos y muchos armarios diferentes.

    Leía hace poco un consejo para escribir una novela que decía escribe sobre aquello que no puedas comentar en la cena. Sin embargo, hay tres temas en los que este blog es claramente pobre, cuando en persona no tengo problemas para hablarlos, ni siquiera a la hora de la cena.

    Siempre he visto este blog como una obra sobre mi exploración profesional, con algunos toques personales (¡y reivindicativos!). Quizá por mi percepción de que internet está lleno de trolls a los que no les interesa tu opinión tanto como gritar la suya, nunca escribo aquí sobre estos tres temas:

    • Religión. No escribo sobre lo que yo creo, sobre lo que pienso que otros creen, ni sobre lo que pienso que otros deberían creer.
    • Política como partidos políticos.  No escribo sobre lo que yo voto, ni sobre lo que opino de lo que votan los demás, ni sobre lo que creo que otros deberían votar.
    • Sexo. No escribo sobre lo que yo hago, ni sobre lo que creo que hacen los demás, ni sobre lo que creo que otros deberían hacer.

    Claramente es una gran mezcla para mi novela. Supongo que basta que me dijeran que no puedo, para que me pusiera a escribir sobre ello. Y sin duda como activista LGBT, ese nunca es un nunca flojo, porque los tres temas existen de fondo en algunos artículos de este blog, especiamente en aquellos en los que intento que el lector haga algo concreto.

    Por cierto que estoy preparando un artículo sobre la T de LGBT, porque una de las cosas que para mí ha marcado este año es la transición de mi amiga Marta.

    Pero lo que me fastidia es que, como no hablo sobre estos temas, parece que la configuración por defecto es que soy una señora de derechas apoltronada en un matrimonio monógamo hetero católico. Y no.

    Quizá este blog sea más interesante sin espoilers.

    It’s just that I think that to explain it would diminish it. David Chase (sobre el final de Los Soprano)

  • Con estos versos no harás la revolución

    Con estos versos no harás la revolución

    Llevo varios días recitando esta canción por lo bajo. También pensando en qué escribir, cómo y cuándo, qué primero, qué después, y escribiendo poco. También durmiendo poco. Pensando en las cosas que quiero hacer, e intentando practicar una frase que me cuesta mucho pronunciar. Son dos palabras difícilísimas. Probablemente tengáis las vuestras. Las mías son «necesito ayuda». En un montón de cosas profesionales, para empezar: ya pondré una lista. Esta semana además ha empezado el peque la guardería, precisamente, porque necesito ayuda con todo.

    Pero como hoy es sábado, voy con los versos con los que no haré la revolución…

    Se sienta a la mesa y escribe.

    «Con este poema no tomarás el poder», dice.
    «Con estos versos, no harás la revolución», dice.
    «Ni con miles de versos harás la Revolución», dice.

    Y más: esos versos no han de servirle para
    que peones, maestros, hacheros, vivan mejor,
    coman mejor, o él mismo, coma, viva mejor.
    Ni para enamorar a una le servirán…

    No ganará plata con ellos,
    no entrará al cine gratis con ellos,
    no le darán ropa por ellos,

    no conseguirá tabaco, o vino, por ellos,

    ni papagayos ni bufandas ni barcos
    ni toros ni paraguas conseguirá por ellos.
    Si por ellos fuera la lluvia lo mojará.
    No alcanzará perdón o gracia por ellos.

    «Con este poema no tomarás el poder», dice.
    «Con estos versos no harás la Revolución», dice.
    «Ni con miles de versos harás la Revolución», dice.
    Se sienta a la mesa, y escribe.

    Confianzas, de Gotan Project (escúchala aquí por ejemplo, o pulsa play abajo).

    
    
  • Memercicio

    Meme, ejercicio, ejercicio de memez, lo que queráis.

    El caso es que la nota de Multimaníaco (por cierto, este artículo es muy interesante) de tus quince autores favoritos (pensando poco) me ha hecho reflexionar sobre qué tipo de libros leo, y quizá me dé alguna pista sobre qué tipo de libros voy a escribir. Claro que si intentáis sacar la media esto va a ser un poco raro. Está claro que no me molesta, ya que son los que más me gustan, pero es curioso pensar en ello.

    1.    Tolkien
    2.    Neil Gaiman
    3.    Stephen King
    4.    Terry Pratchett
    5.    Susanna Clarke
    6.    Louis de Bernières
    7.    Chuck Palahniuk
    8.    Michael Ende
    9.    J. K. Rowling
    10.   Edgar Allan Poe
    11.    Roald Dahl
    12.    Irvine Welsh
    13.    Marjane Satrapi
    14.    Ralf König
    15.    Bill Waterson

    Ua-la, ahí arriba he puesto qué tipo de libros voy a escribir.

    Qué miedo me doy a veces 🙂

    Actualización: Argh, Quino, me falta Quino. Lo cito y no lo pongo.

  • De vacas (introducción a guión de cómic)

    Hace años subimos los Pirineos, en plan familia y amigos. Un día incluso pasamos a Francia, que tenía los mismos pinos. Otro día nos perdimos unos pocos y los de la Guardia Civil dijeron a los demás que cuando lleváramos tres días por ahí mandarían a alguien, que estaban buscando aún al desaparecido de la semana anterior. Al bajar y recuperar la cobertura nos encontramos que alguien había puesto una olla de garbanzos a enfriar bajo nuestra caravana, haciendo que saltara todo el mecanismo antiterrorista y llegaran los de informativos de Antena3.

    En ese viaje batí uno de mis récords: cociné crepes para desayunar para unas treinta personas. Pero hoy os cuento algo que me cambió, en ese viaje.

    Subimos alto, hasta donde había nieve y caballos sueltos. Pero, subiéramos hasta donde subiéramos, por temprano que hubiéramos salido, por muy alto que escaláramos, en la cima siempre encontrábamos lo mismo.

    Una mierda de vaca.

    No una vaca. Un excremento de vaca. Una boñiga, vaya. No insisto más.

    Y desde aquel momento, mi respeto por las vacas aumentó increíblemente. Porque de todos los que íbamos, más o menos experimentados, al llegar arriba no nos quedaban fuerzas para imitar a la vaca. La vaca siempre se había adelantado. La vaca nos había ganado. La palabra «vaca» perdió toda connotación negativa. Las vacas ya no daban sólo leche, filetes y cosas bonitas de cuero. No. Las vacas merecían un respeto adicional.

    Por eso esta historia parece que va de una vaca. Pero no.

    (Continuará)

  • A dos letras del Nobel

    comunicacion-us-es

    Hoy era un día normal, hasta que publicaron la noticia. Se sabe desde hace bastante y ya se han hecho eco de ella en otros blogs, explicándolo bien, como en el de Manuel de León, Matemáticas y sus fronteras (30/08/2009). En Hyderabad 2010, en el Congreso Mundial de Matemáticos, habrá no cero, no uno, sino dos españoles, y uno será una, Isabel Fernández, y el otro será Pablo Mira (habitual coprotagonista de este blog). Se celebra cada 4 años desde 1897 y es el congreso, el de las medallas Fields, el equivalente al Nobel para Matemáticas.

    (Nobel de matemáticas no hay, porque al parecer el Sr. Nobel se opuso con todas sus fuerzas a premiar tal cosa, y menos aún después de muerto. Una versión dice que es porque quería que sus premios fueran para avances importantes y prácticos, y él no consideraba así las matemáticas. Otra versión que circula es que a su señora sí que le gustaba mucho un matemático concreto. Seguro que alguien está mejor informado que yo en esto.)

    Continúo: hoy, es portada de la sección de Comunicación de la Universidad de Sevilla (arriba), y tienen una noticia completa, cuyo titular reza:

    La profesora Isabel Fernández, primera española invitada al ICM, la reunión de matemáticos donde se concede ‘su Nobel’

    El diario ADN.es se hace eco de la noticia, con este fantástico titular:

    adn-nobel

    ¡Que alegría, nuestra Isa, con un «Nobel»!

    ¿O no? Por dos letras de nada…

    su-nobel

    Desde que conozco a estos chicos, no me creo ni la mitad de lo que leo en la prensa. Para que luego digan que no hacen falta periodistas  (y de los buenos). Para ser periodista (y para ser traductor) hace falta, primero de todo, saber leer.