Sapir-Whorf y Granada son dos conceptos que giran en este momento por mi cabeza, a tanta velocidad como para ponerme a escribir. Mi abuela es una de las razones de que, aunque hayan girado otras cosas, no haya escrito nada este verano.
Decir que echaré de menos a la única abuela que he tenido [is a fucking understatement] es muy poco. Me siento como si me hubieran cortado un trocito. Creo que todavía no puedo contaros cosas de ella. Era una de las personas más generosas y desinteresadas que he conocido. Cada vez que os ponga comida de más en el plato, cada vez que os diga que os podéis quedar en mi casa, espero estar siendo un eco de lo que ella fue.
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Joder, no puedo escribir más sobre esto. Seguiré con el resto.
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Mañana a las 7 de la madrugada salgo para Granada: llegaré sobre las 10. Por eso me ha hecho gracia al abrir mi Google Reader esta noche encontrarme estas dos cosas seguidas:
¿Por qué me hace gracia lo de Sapir-Whorf? Porque este año hará diez años (¡diez años!) de aquellas clases en la Universidad de Granada sobre Lingüística Aplicada a la Traducción (con este Miguel Vega, no el otro, ni este otro, claro, que tenía 13 añitos) que me entusiasmaron tanto, y me hicieron pensar en investigar sobre lingüística, traducción y la mente humana. Fue una de las clases que más disfruté (junto con la traducción de Trainspotting que hicimos en Traducción Literaria con Ricardo Muñoz, y las fichas de revisión con Dorothy Kelly [cuya versión sólo ligeramente adaptada usamos hoy en Matiz]).
Algo hizo clic cuando Miguel nos contó lo de la hipótesis de Sapir-Whorf, y después de interminables (lo sé) debates en clase, y de haber pedido un libro para leer más sobre el tema, después de haber tenido una especie de revelación, me di cuenta de que no, que aunque la gente que habla de manera simple parezca entender las cosas de una manera igualmente simplista, no tiene por qué ser una cosa consecuencia directa de la otra (hipótesis Wharfiana fuerte). Aunque ahora me pasa a menudo, tuve que esperar un año para experimentar algo parecido. Fue cuando leí el primer libro de Steven Pinker, en Colonia (tuve que dejar de salir una semana y media para poder comprarlo, menos mal que los primeros de Harry Potter los compraba María). No es poco esfuerzo, en la caja de zapatos el apartamento no había ni compañeros de piso ni tele ni internet.
La verdad es que sí que empiezo a sonar como mi abuela. 🙂
Granada es un gran sitio para equivocarse aprender. Y volver a equivocarse aprender más aún.
En el último año de carrera, ya me interesaba más ver cómo la traducción podría aplicarse a un modelo de negocio justo y efectivo (de ahí lo de formar la primera agencia de traducción de la Universidad de Granada con Quique, José Luis, Belén y los dos Juanes). Yo aquí sigo. Es lo que me da ahora oportunidades de aprender vía ensayo y error momentos de ¡ahá! y de ¡oops!
Por todo lo anterior me resulta curioso leer esto esta noche, y volver mañana a Granada.
Os pongo aquí lo que decían de Sapir-Whorf. Y como hoy tengo que poner en el plato más de lo que vais a comer, al final traduzco el párrafo que Languagehat considera más interesante.
I’ve written about Sapir-Whorf (e.g., here and here) and about the Pirahã (e.g., here and here, and good lord, has it really been five years?), and there’s nothing particularly new in Joshua Hartshorne’s «Does Language Shape What We Think?» in Scientific American, but it’s a nice short roundup of recent developments, and this is a thought-provoking paragraph:
This suggests a different way of thinking about the influence of language on thought: words are very handy mnemonics. We may not be able to remember what seventeen spools looks like, but we can remember the word seventeen. In his landmark The Language of Thought, philosopher Jerry Fodor argued that many words work like acronyms. French students use the acronym ban[g]s to remember which adjectives go before nouns («Beauty, Age, Number, Goodneess [sic], and Size»). Similarly, sometimes its [sic] easier to remember a word (calculus, Estonia) than what the word stands for. We use the word, knowing that should it becomes [sic] necessary, we can search through our minds — or an encyclopedia — and pull up the relevant information (how to calculate an integral; Estonia’s population, capital and location on a map). Numbers, it seems, work the same way.
As a side note, Scientific American could use some proofreading. (Thanks, Sarah!)
[Traducción al español a continuación. No reproduzco las faltas de las que se quejan en la última frase.]
Esto sugiere una manera diferente de pensar sobre la influencia del lenguaje en el pensamiento: las palabras son reglas mnemotécnicas muy prácticas. Quizá no podamos recordar qué aspecto tienen diecisiete carretes, pero podemos recordar la palabra diecisiete. En su famoso libro El Lenguaje del pensamiento, el filósofo Jerry Fodor argumentaba que muchas palabras funcionan como acrónimos. Los estudiantes de francés utilizan el acrónimo BANGS para recordar qué adjetivos van antes que los nombres (en inglés: belleza, edad, número, bondad, tamaño). De forma parecida, a veces es más fácil recordar una palabra (cálculo, Estonia) que aquello que la palabra representa. Utilizamos la palabra sabiendo que, si fuera necesario, podemos buscar en nuestra mente (o en una enciclopedia) y obtener la información relevante (cómo calcular una integral, la población de Estonia, su capital y lugar en el mapa). Al parecer, los números funcionan de la misma manera.
¿Queréis comer más? ¿Y quedaros hasta mañana? ¡Hay sitio! ¡No me molesta!
Bueno, desde la también nublada (aunque menos rosa) mañana de Cartagena, os dejo con esta foto de surf mañanero encontrada en el nuevo blog de Fernando Villar, El fotógrafo ocioso (el blog, no él, o quizá sí). Nótese el dominio: pataaaata.blogspot.com. Al verla me he acordado también de las fotos marinas de Zor. Esta mañana
Begoña, una fotografía de Multimaníaco. Que sí, que en teoría os debo cosas: cómo va el embarazo, cómo fue el viaje a Río, si salimos en canoa o no, esas cosas. Pero el blog es mío…
El día de la nevada del 83 fue el que me mudé a Murcia por primera vez. Mi padre había conseguido trabajo (en Maristas, enseñando filosofía) y yo aún era hija única. Fue el día siguiente a su cumpleaños. Dos chavales de 25 años con una niña pequeña veían sus cuatro muebles llenarse de nieve
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