La mejor persona que he conocido se llamaba Anita. Trabajaba desde su casa como modista. Una de las imágenes de su juventud que se me quedó grabada, viendo fotos una vez, es ella en una manifestación. Era en blanco y negro, pero se veía que su falda era de dos colores, en vertical, como si cada pierna fuera de uno.
—Era roja y negra —me dijo, con ojos sonrientes—. Esa luego no me la pude poner.
Era la abuela de Pablo.
Uno de sus lemas era «más vale conformarse que aguantarse». Lo interpreto como que es mejor buscar tu hueco en lo que hay, y ver qué puedes hacer al respecto (sobre todo, frente a las cosas que no puedes cambiar).
Toda su vida compartió casa con su hermana, Maruja, que no se casó con nadie. Tras morir Anita, Maru, cuya salud mental había sido un tanto precaria, empeoró rápidamente. Fue como si una parte de ella hubiera muerto también.
Cuando Pablo y yo empezamos a vivir juntos, en mi 4º de carrera, mi familia se lo ocultó a mi abuela. Es la estrategia de mi familia con las personas mayores, y en concreto, con mi abuela, Mariana Casanova.
Mi abuela sufría del corazón físicamente (tenía angina de pecho), pero también solía preocuparse mucho por estas cosas. Por ejemplo, cuando mi padre fue a Nicaragua por segunda vez, «oficialmente» estaba en un curso en Alicante. (Está claro que esto no encaja mucho con mi mantra número uno).
Una vez lo hablé con mi madre:
—Como le mentís a la abuela. ¿Querríais que os hiciéramos lo mismo a vosotros?
—Ojalá, OJALÁ, me tratáseis vosotros como yo trato a mi madre.
Como dice ella: ni mil palabras más.
Volvamos a Anita. Anita, la abuela de Pablo, lo sabía. Y no estaba de acuerdo con que viviésemos juntos.
¿Qué hizo?
Nos regaló una batidora con todos los accesorios.
—Puede que no esté de acuerdo con lo que estáis haciendo, pero lo que no puede ser es que en una casa no haya una buena batidora.
Todavía la conservo.
Pensad en eso cuando os haga crêpes.
En un ataque de idealismo romántico alimentado por la distancia: él en Brasil, yo en Grecia, un par de años más tarde, decidimos casarnos. Anita fue de las personas que más se alegró. Éramos muy jóvenes, pero así mola, antes de que el cinismo y la desconfianza empañen la fiesta. O quizá el amor en general ponga esa confianza en que tu caso será distinto.
Se empeñó esta vez en regalarnos el vídeo de la boda, que a nosotros nos parecía una extravagancia muy cara. No lo habríamos hecho si no fuera por ella. Ahora es nuestro recuerdo favorito. Todavía lo vemos a veces (nosotros y otras personas que al parecer tienen copias [?] que les ha pasado nuestra familia).
Un mes antes de nuestra boda, Anita fue a estrenar los zapatos que se había comprado para ese día. Había que ensancharlos.
—No estoy cómoda. Vamos a dar la vuelta.
Se desplomó en la calle antes de llegar a casa.
Es posible reunir a toda la gente que más quieres y notar una ausencia. Ella habría querido que siguiésemos adelante, se dijo en algún momento. Es algo que se ve muy claro en el vídeo que ella nos regaló. Al principio estamos tristes: toda la boda estaba dedicada a ella. Yo miré alrededor y no vi a mis amigos de Granada. Había hecho tanto esfuerzo para que pudieran estar allí, habíamos explicado algunas cosas tanto para que las comprendieran, y al llegar allí (tarde y todo) miré y no estaban. En pack. (Luego descubrimos por qué: Ángel se había intoxicado la noche antes). Respiré. Más vale conformarse que aguantarse.
Aparecieron. Luego fue su turno de quejarse porque nosotros llegábamos tarde a la comida.
¿Cómo dices que llegas tarde porque has ido a dejar el ramo de novia en la tumba de Anita?
Fue duro, pero nos conformamos, en vez de aguantarnos.
Y seguimos adelante.
—*—
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