Últimamente estoy trabajando demasiado.
Me encanta y soy feliz, pero me estoy pasando.
Lo tengo claro y tengo que (no) hacer algo.
Sin embargo, me cuesta despegarme.
Encontrar gente a la que confiar lo que ya no cabe.
Como me gusta es más difícil,
se van las horas y no me siento (demasiado) mal,
hasta que de repente
no puedo más.
Llegó el fin de semana y dije echaré un rato el sábado.
Me desperté, no tenía fuerzas y pasó el día, raudo.
Por la noche saltó una alarma:
algo había ido mal con la plataforma.
Había que avisar al cliente:
eran ya las 23:40,
escribí medio email,
y simplemente, no pude.
Me dije: esta noche no va a contestar.
Mañana le escribo sin falta
y a volar.
Por la mañana me desperté muy temprano.
Me fui al coworking y despejé lo pendiente.
Escribí un mensaje simpático y cordial
la verdad es que quedó bien, quedó genial.
Ordené mis cosas y moví algunos muebles.
Pinté las paredes y catalogué los libros…
… y de repente oigo que me llaman mis hijos.
—¡Mamá, la leche!
La leche que os dieron.
Son las siete todavía
y tengo que escribir el correo de nuevo.
Tened cuidado con el trabajo de vuestros sueños.
Un día de estos acabáis trabajando… en sueños.
Un viernes de octubre. En un instituto de un pequeño pueblo en mitad del campo de Cartagena, Murcia, suena el teléfono. ¡Ring, ring! —Hola, buenos días. Quiero hablar con la directora del centro.
Aprovechando que Lucía duerme y P está jugando al Texas Hold’em con los matemáticos, cierro el Factusol, el correo y todo un ratito y os cuento algunas cosas… estoy muerta, así que este artículo tiene dos resultados garantizados (Simpsons: ¡Nosegarantizanresultados!): desconexión de la temática interna y probablemente (argh) alguna erratilla. Vayamos por partes. El jueves
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