El día de mi boda, hace ya nueve años, mi familia me preguntaba con mucho interés quién era esa señora de pelo corto y blanco sentada a mi mesa, al lado de mis padres. La respuesta es simple, pero no corta.
Cuando me fui de Erasmus me equivoqué en tres cosas importantes que cambiaron mi vida.
La primera fue irme cuatro meses en vez de un año entero.
La segunda fue irme a Alemania en vez de a Grecia.
La tercera fue hacerle caso a mi coordinadora española, que no tenía ni idea de nada, y rellenar la solicitud de alojamiento y el acuerdo de convalidación como ella me dijo.
Pero si no hubiera ido a Alemania, si no le hubiera hecho caso a mi coordinadora, si no hubiera cometido todos esos errores, no habría conocido a esa señora sentada a mi mesa.
Esta es la historia de esos tres errores y de cómo conocí a Benita.
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Empecemos con el primero, la de irme cuatro meses en vez de un año entero. Si hubiera ido para un año entero no me habría tomado las cosas con tanta provisionalidad. «Total, para el tiempo que voy a estar aquí». Quizá me habría puesto internet en casa, o habría buscado un piso compartido con alemanes, para hablar más.
La verdad es que para haber ido a aprender a hablar un idioma, pasé demasiado tiempo sola y sin hablar.
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Lo de Alemania en vez de Grecia… qué queréis que os diga. Siempre he tenido vocación de pobre. En mi vida siempre he buscado cuál era el mejor lugar del mundo para ser pobre, y os voy a contar un secreto: Alemania no es ese lugar.
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El tercer error fue hacerle caso para rellenar los papeles a mi coordinadora, una profesora de alemán de mi facultad que llevaba años gestionando este programa. ¿Por qué lo hacía si no tenía ningún interés, y era un puesto no remunerado? Poco después de llegar a Alemania, y pasar semanas sin respuestas a nuestros desesperados correos electrónicos, unos alumnos de otros años nos dijeron que perdiéramos la esperanza. Muchos profesores extranjeros de nuestra facultad aceptaban el puesto porque aprovechaban los billetes de subvencionados para volver a su país y visitar a su familia, cuando deberían visitar a los profesores de los distintos centros en los que estábamos.
Todo esto sucedió en una época en la que teníamos internet, pero Google no existía aún. La traducción automática era una basura total, lo que nos aliviaba bastante como traductores, pero nos ayudaba poco a comprender los formularios que nos habían enviado por correo ordinario. No podíamos saber con facilidad dónde estaban las residencias, si cerca o lejos de la facultad, ni qué opinaban los alumnos de otros años de ellas, ni qué había en el barrio… no había casi nada de las cosas a las que ahora estamos acostumbrados antes de llegar a un sitio: buscarlo en Google Maps, ver la calle, opiniones locales… nada de eso.
—No hace falta que rellenéis lo de la residencia — nos dijo en una tutoría conjunta a varios de los que nos íbamos ese año. —Total, os asignarán una pero os van a dar la que ellos quieran.
No lo rellenamos, y enviamos los papeles sin ese dato. Sé que os lo veis venir, pero efectivamente, pasaba el tiempo (meses, el verano) y no nos asignaban residencia. La coordinadora estaba, por supuesto, desaparecida en combate.
Compré los billetes de avión para ir en el mismo vuelo que mi mejor amiga, que hablaba bastante más alemán que yo (que hablaba alemán, para decir la verdad), pero luego ella cambió de idea y retrasó su viaje. Como me había apuntado al carné internacional de estudiante para conseguir un descuento en el vuelo (esto también fue antes de los vuelos de bajo coste), me habían mandado una guía de albergues con descuento. Miré en Colonia y lo único que encontré que parecía tener plazas y algo de sentido (¿hoteles de cuatro estrellas?) fue la Naturfreundehaus Köln-Kalk.
La Naturfreundehaus era un albergue juvenil de una asociación de amigos de la naturaleza o algo así, a pesar de estar relativamente céntrico en Colonia. Tenían plazas, pero solo para los cinco primeros días, los que eran entre semana: el sábado era la maratón de Colonia y estaban completos. Lo mismo pasaba en la mayor parte de los alojamientos de precio razonable.
Esto me ponía un poco nerviosa, pero era mejor llegar con algún alojamiento que con nada, y en una semana probablemente habría conseguido resolver mi problema. Intenté adelantar papeleo, como abrir una cuenta en el Deutsche Bank, pero no fue posible. Literalmente nos dijeron que «en el Deutsche Bank España somos un banco diferente a Deutsche Bank Alemania; somos dos bancos muy amigos, por así decirlo, pero bancos diferentes. Si abre una cuenta aquí, será igual que una cuenta española de cualquier otro banco, no podrá acceder a ella con normalidad como si fuera una cuenta local».
Cuando llegó el día de irme, que mis padres me dieron dinero en efectivo para vivir un mes, pagar el alquiler del primero y la fianza, y algo extra para imprevistos. Lo cambiamos a marcos (sí, esto fue también antes del euro) y lo metí en un cinturón de esos típicos que se llevan debajo de la ropa con un elástico.
Aterricé en un día de sol, y cogí un taxi en el aeropuerto. El taxista era un señor turco muy simpático que conducía su Mercedes por la autovía con toda tranquilidad a 180 kilómetros por hora. Yo ya sabía que allí era perfectamente legal, pero aun así estaba impresionada por el viaje. Me preguntó que si era la primera vez que venía a Alemania, y conseguí chapurrear que sí, y mi primera impresión:
—Me gusta, es todo muy muy verde.
—Sí es cierto, es muy verde.
Para eso mi alemán sí que daba. Por lo que he visto de Turquía, hay zonas que se parecen más a Murcia que Alemania. Viniendo de un clima subdesértico, Colonia en septiembre era un vergel. Todavía no había comenzado el otoño lluvioso y oscuro. Bueno, ese martes hacía buen día. Aún. Qué invierno más largo pasé.
—*—
Llegué y la encargada del albergue, una señora también muy simpática, me indicó cuál era mi habitación. Era individual, ciertamente acogedora, pero no tenía llave para cerrarla desde fuera. Me dijo que si mi maleta tenía llave, guardara todas mis cosas allí. El albergue era una construcción de dos pisos, con un dibujo hecho con hierro forjado en la fachada blanca lisa. En el segundo piso había cuatro ventanas, y mi habitación tenía una de ellas. Desde la ventana se veía a la entrada de gravilla y el jardín delantero de la casa.
A la mañana siguiente me la volví a encontrar en el desayuno. Era muy temprano y acababa de preparar una especie de pequeño bufé con zumos y algunos bizcochos caseros. Me explicó de qué era cada uno, y empezamos a hablar. Yo no podía decir gran cosa en alemán, pero ella hablaba muy buen inglés, que yo sí dominaba ya. Desayunamos así, conversando, todos los días, y le contaba cómo iban avanzando mis gestiones para que me asignaran el alojamiento que me correspondía, pero que yo, sorpresa, no había solicitado bien en su día.
—Todas las residencias están ya completas, pero el acuerdo con mi Universidad es que tienen que proporcionarme alojamiento. Creo que ya he averiguado con quién tengo que hablar en las oficinas centrales.
—Eso está muy bien, ya verás como todo se arregla.
—Eso espero.
La oficina de atención a los estudiantes extranjeros tenía bastante cola. Mientras esperaba, llegaron dos chicas rubias de piel muy blanca y se sentaron detrás de mí. Me dio la impresión de que hablaban en ruso. Qué curioso escuchar ruso, pensaba yo, qué internacional.
De pronto, sin embargo, una de las palabras sonó como un taco español. Qué extraño. De repente, fue como si un interruptor mental se activara.
No estaban hablando en ruso.
Era catalán.
Hablamos y tenían un problema parecido al mío. Entré yo primero, pero la chica que me atendía no hablaba ni una palabra de inglés ni de español. Mi alemán no bastaba en absoluto para explicar mi problema, así que me pasaron con la jefa. Me ofrecieron una silla en mitad de su despacho y ella empezó a gritarme desde detrás de su mesa, eso sí, en un perfecto inglés.
—¡No sé qué ocurre con vosotros los españoles de Granada! ¡Llegáis aquí sin saber nada, sin haber preparado nada y queréis que os resolvamos vuestros problemas! ¡Queréis que os lo den todo hecho!
No me quedaba duda de que si los demás venían instruidos por la misma persona, ese sería probablemente el caso: vendríamos con problemas muy gordos, porque en nuestro lado alguien sistemáticamente hacía mal su trabajo. Pero alguien tendría que ayudarnos a solucionarlos, sobre todo si en este lado era su trabajo. Pero no comprendía cómo eso era culpa mía, o por cierto cómo ponían a trabajar en un departamento de alumnos extranjeros a una persona que sólo hablaba alemán.
—Venís aquí a quejaros y sin tener ni idea de alemán.
Bueno, venimos a aprender alemán.
Finalmente me dirigieron a la oficina que gestionaba las plazas de las residencias, no sin que yo pasara llorando un rato largo. Cuando salí de allí me encontré una papelería técnica, y compré papel y lápiz. Dibujé un rato en la parada del autobús hasta que conseguí recuperar la calma, y volví al albergue.
—*—
Al día siguiente, después de desayunar con Benita (ya me sabía su nombre) me fui a la nueva oficina que me habían indicado. Efectivamente, tenían mis papeles y estaba en los primeros puestos de la lista de espera por ser Erasmus: podrían darme cualquier plaza que surgiera y yo solicitara, pero primero tendría que aparecer alguna, y en ese momento estaba todo completo.
De todo esto me enteré porque un chico muy majo que había conocido en la sala de espera (un fotógrafo brillante ultracatólico, descubrí después) se ofreció a hacerme de intérprete.
Menuda traductora estoy hecha, pensé.
Me dieron la dirección de la oficina de gestión de una residencia concreta en la que quizá pudieran ayudarme, pero que ese día había cerrado ya. Me quedaba un día de alojamiento antes de la maratón de Colonia que tenía todos los alojamientos de la ciudad copados.
—*—
Todas las ciudades tienen un lado malo del río: cuando por fin conseguí un mapa pude ver que el albergue estaba en ese lado malo del río, realmente en el centro geométrico de la ciudad pero lejos de todos los sitios a los que yo tenía que ir. Estaba gastando mucho dinero en transporte sin necesidad, puesto que el carné de estudiante sirve como abono de transportes durante todo el curso. Pero como no tenía dirección, aún no me habían dado mi carné de estudiante de la Fachhochschule Köln. Por la misma razón, tampoco había podido abrirme una cuenta bancaria. Como mi habitación en el albergue no tenía llave, llevaba el dinero conmigo todo el rato, lo que me tenía bastante inquieta.
Hice la maleta y dejé la habitación. El portátil se quedaba dentro de la maleta cerrada con llave y combinación: Benita me la guardaría en su despacho.
Fui a la oficina final a primera hora de la mañana del viernes. Conseguí comunicarme con los encargados de la oficina: uno de ellos era un estudiante italiano que ayudaba por allí. Me dijeron que era día de entrega de llaves. Estaban desalojando uno de los edificios, y que una habitación se quedaría libre, pero que tendría que volver a última hora. Al parecer, poco a poco todos los estudiantes se estaban yendo a otros destinos porque iban a derruir el edificio. De esto no me enteré hasta bastante más tarde, pero al parecer el ministerio alemán de salud lo había declarado insalubre, y por eso lo echaban abajo. En cualquier caso, ya podían decirme cuál sería mi dirección definitiva.
—Pásate de nuevo a eso de las 12 y lo tendremos listo. Mientras, como ya tienes tu dirección, puedes acercarte a un banco y abrirte una cuenta, porque la necesitaremos para hacer el contrato y domiciliar el alquiler.
¡Aleluya! Tenía alojamiento, tenía dirección como las personas normales, y ahora me dejarían hacerme una cuenta bancaria.
—¿A qué banco voy?
—Hay varios en la calle principal, cualquiera servirá.
Elegí el que tenía mejor pinta. Resultó ser un banco de funcionarios, cosa que no entendí muy bien, pero accedieron a abrirme una cuenta. Incluso tenían un programa para poder operar por internet. Mis padres eran las primeras personas que yo conocía que lo habían probado, y yo ahora tendría también una cuenta de ésas. Estaba emocionada.
—Su tarjeta le llegará por correo la semana que viene, o si no puede pasarse por aquí a por ella. Mientras, puede sacar dinero en ventanilla con su pasaporte.
Ingresé todo menos el dinero que tenía que pagar del alquiler, y me sentí mucho más segura.
Cuando volví a la oficina del alquiler todavía tenía que esperar un rato, pero ya estaba tranquila. Por fin las cosas iban bien. Cuando la oficina cerró la hora de recogida de llaves, tenían habitaciones libres. Sin embargo, la inquilina de la que me habían asignado no había devuelto las llaves, así que tendrían que darme otra diferente, más pequeña, para el fin de semana. El lunes me cambiarían de sitio. Les di los datos de la nueva cuenta, pagué en efectivo la fianza y el primer mes, y me dieron la llave de mi nueva habitación.
Respiré, porque eran las doce y media de la mañana y tenía todo el día para mudarme.
De repente, me di cuenta de que me quedaba muy poco dinero: más o menos el equivalente a un cartón de huevos, una barra de pan y un litro de leche, tal y como estaban los precios entonces. Tendría que ir a sacar el dinero que acababa de meter para pagar el albergue, y algo más para el taxi con la maleta y pasar el fin de semana. Qué despiste tan tonto.
Volví al banco, y estaba cerrado. ¿Cerrado?
Sí señores: en Alemania los bancos cierran a media mañana los viernes. Así empiezan antes el fin de semana.
¿Qué iba a hacer ahora?
Empecé por echar andar. Mirando mi flamante mapa, tardaría un par de horas en llegar al albergue: estaba en la otra punta de la ciudad.
Seguí andando.
Y andando.
Al rato me di cuenta de que no tenía sentido, y me colé en el tranvía. Lo pasé fatal, pensando que me pillarían enseguida. En Alemania los revisores van con unos perros que dan bastante miedo, y los que se cuelan en el transporte público tienen un nombre muy feo: Schwarzfahrer (viajeros negros, como el dinero negro). Pero me imaginé que si me multaban, tendría que pagar la multa cuando el banco estuviera ya abierto.
Por el camino pensaba en cómo explicarle a Benita que no podría pagar el alojamiento hasta la semana que viene, y cómo distribuiría el dinero para no pasar mucha hambre esa semana. Probablemente pudiera pedir prestada una olla a algún otro estudiante y hacer huevos cocidos o algo así. Con media docena conseguiría no pasar mucha hambre.
Llegué al albergue y todo era un remolino de actividad. Llegaban todos los corredores que tendrían el albergue a rebosar durante el fin de semana. En la puerta había una furgoneta de reparto con los ingredientes de la comida de los deportistas durante todo el fin de semana. Benita iba de un lado para otro coordinando gente. Intenté llamar su atención, y me dijo que esperara un momento: luego me llevó a su oficina para darme la maleta, y me preguntó que qué tal me había ido. Le expliqué como pude lo que me había pasado: que tenía habitación, que había abierto una cuenta, que el banco había cerrado.
—Lo siento, lo siento muchísimo. Te pagaré el lunes, en cuanto abra el banco. No tengo nada de valor excepto mi portátil: te lo dejaré para que sepas que vuelvo a pagarte.
—No, no hace falta.
—¿Qué?
—Que no hace falta. Mira, vamos a hacer una cosa… —se acercó a su escritorio y miró su agenda. Luego cogió su monedero. —Toma, cien marcos. Con esto tendrás para el taxi y para comer este fin de semana.
Tenía para eso y para muchísimo más. Era una pequeña fortuna, la mitad de lo que yo ya le debía por toda la semana de alojamiento.
—El primer momento que tengo libre es el miércoles por la noche. Vente a cenar ese día y ya me pagas lo que sea. Te prepararé algo típico alemán. Ahora llamamos a un taxi, y llegas a casa enseguida.
No me podía creer la suerte que había tenido yendo a parar a la casa de esta mujer.
Ese fin de semana pude comer algo más que huevos cocidos con pan. Puede incluso comprar una sartén en la que cocinar la comida.
El miércoles siguiente cenamos algo típico alemán, como ella había dicho. Resultó que no sólo los bizcochos del desayuno estaban espectaculares, sino que era una cocinera de primera. Durante la cena hablábamos de la comida española y alemana. Finalmente le dije que por qué no quedábamos la semana siguiente, y yo cocinaría para ella algo típico español.
Y así, semana tras semana y por turnos, cada una cocinó para la otra lo mejor que sabíamos de la gastronomía de nuestro país.
—*—
Cuando vino Pablo de visita se lo presenté. Decidimos que era el momento de hacer la famosa paella española. Ya habíamos hecho lentejas. Tuvimos que ir a un delicatessen español a por azafrán. Yo fui directamente de la facultad. Pablo vino de casa con algunos ingredientes. Le había encargado gambas, y llego con una conserva en plástico. Eran gambas de lago, peladas, cocidas, en agua.
Las eché a la paella sin muchas esperanzas. Al final sabían a lo mismo que el arroz. Eran diminutas para ser gambas, y grandes para ser granos de arroz. Pero por lo demás eran lo mismo.
A Benita le horrorizó que le echara colorante a la paella. Yo siempre había visto a mi abuela hacerlo, así que para mí, para que fuera auténtico, tenía que llevar «tinte amarillo de ése».
De nosotros dijo:
—Sois como un globo. Tú eres el aire, y le levantas del suelo. Pablo es la arena, y te mantiene los pies en la tierra. Juntos voláis
En este tiempo conocí también a su hijo, que era entonces un adolescente, y hoy es chef en Bonn. Con el tiempo ella dejó el albergue y abrió una empresa de organización de eventos educativos, que trabaja principalmente para el gobierno alemán. Ahora en el mejor de los casos quedamos cada dos años, pero cuando lo hacemos, seguimos cocinando para la otra.
En aquellos oscuros meses de invierno en Alemania, comimos algo espectacular al menos una vez cada quince días. Vale: quizá el sauerkraut es mucho decir que fuera espectacular. Pero estaba bueno para ser sauerkraut.
Me dio el mejor consejo de cocina que me han dado jamás: «a todo lo que le eches azúcar, échale un poquito de sal; a todo lo que le eches sal, échale un poquito de azúcar».
Benita es mi héroe personal. No sólo porque sea la mejor cocinera del mundo o por su visión positiva de las cosas. Ni porque haya salido adelante sola como madre soltera, con su hijo, su empresa, su vida. Ni por haber hecho todo esto siendo superviviente de un cáncer. Es por todo eso y por algo que no sé explicar. Quizá porque por primera vez hice una amiga adulta, y en ella descubrí cómo era una persona realmente buena.
Muchos traductores escribimos blogs profesionales, pero ¿qué escribimos en el blog? ¿Hasta qué punto nos pringamos con lo que pensamos? ¿Decimos la palabra que estamos buscando, o ponemos una versión para juguetes preescolares?
Ya lo he dicho en twitter (oh, el blogueo se muerde la cola), pero ¡qué gran cinco de noviembre para recordar! Un día histórico. Si no por otra cosa, porque algo, al menos una cosa, una persona, ha cambiado. Y por el ambiente que se respira. Si me pongo poética voy a sonar antisistema: no
No soy sabia y escribo un blog: esta es mi confesión.
Es verdad, no sé todas las respuestas. Hablo sobre el mundo de la traducción y traduzco poco. Soy madre pero paso de la literatura para padres. Hablo de emprender con la cuenta bajo mínimos. Tengo ideas y aún no he muerto por ellas.
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